No, no se vayan todavía. Esperen. Sigan leyendo, se lo ruego. Puede ser que el título les pueda sonar a novela victoriana trufada de asesinatos cometidos por amas de llaves, con la biblioteca como escenario y con el candelabro como arma homicida. Puede ser que crean que ésta es una historia para leer a las cinco, con el té y un sándwich de pepino en la mano, aunque las cosas no estén como para abusar de esa hortaliza. ¡Cuánto daño se ha hecho a la agricultura española durante los últimos días! Dentro de un tiempo, un alto comisario de traje rozado presentará un estudio lleno de gráficos para evaluar el impacto económico de la crisis del pepino español. Pero, ¿qué me dicen del daño moral? ¿cuántos pepinos españoles han dejado de ser comidos? Estremecedor, lo sé. Sigo, que ya saben ustedes mi tendencia a la dispersión. Puede ser que incluso esperen ustedes encontrar por algún lado la palabra frisar, que como ustedes sabrán es un término que solo aparece en ese tipo de libros, pero no, nada de eso. La historia vuelve a ir sobre nuestro Atleti, ¿cómo no?
Hoy les voy a proponer un ejercicio de memoria. Les invito a recordar quiénes han sido los últimos capitanes del Atleti. Eso, eso, intenten acordarse y saquen a Antonio López del grupo por cuestiones de mercado ¿Cuántos quedan en nuestro equipo? En nuestro equipo el brazalete se ha convertido en un cartel de se vende. Un anuncio por palabras. Un distintivo que anuncia gangas en la sección de oportunidades. Antes no, no crean. Antes era una garantía. Un certificado de fidelidad a la causa. Una medalla otorgada por veteranía en la empresa.
Antiguamente, los capitanes colchoneros eran aquellos señores con bigote o con patillas de hacha que mandaban dentro y fuera del campo. Eran sobre los que se posaban las miradas cuando una decisión injusta nos perjudicaba o cuando algún central rival pisaba al habilidoso del equipo. Entonces, el capitán se cruzaba el campo a paso ligero si hacía falta, ponía su cara muy cerca de la del árbitro pidiendo explicaciones o chocaba pecho y cabeza contra el capitán contrario en una suerte de duelo de machos dominantes. Ahora no, ahora aunque cosan a patadas a un compañero, el capitán sólo se acerca trotando a la zona con la intención de lanzar la falta cobrada, posiblemente al palo del portero. Ahora, algunos se atreven a hacer bicicletas o a hacer pases con la chepa cuando juegan con nosotros sin que nadie le eche el aliento en la cara mientras le agarra por la pechera.
Hace unos años, el capitán atlético se hubiera ido a por ese compañero que a su entender no lo está dando todo y le hubiera dicho cuatro cosas o dieciséis. Las que fueran necesarias. Eran otros tiempos, tiempos en los que el brazalete parecía tatuado. Tiempos en los que los capitanes fallaban un despeje y se echaban la bronca a sí mismos con el tono de voz que le imaginamos a otro capitán, aquel Achab que perseguía a Moby Dick a través de las tormentas.
En nuestros días el brazalete pesa mucho, demasiado. Cansa llevarlo. Un capitán es elegido como tal por su asertividad, por haber desarrollado una gran empatía y por haber entrenado de igual manera la inteligencia emocional y los saques de banda en propio campo. Ya ninguno pega un puñetazo en la puerta de contrachapado de un vestuario con olor a linimento. Ahora se comunican a través de twitter y se rebajan las cejas. Acuden a inauguraciones y emiten comunicados dictados por representantes. Antes, vender a un capitán conllevaría una pañolada y un lanzamiento de almohadillas que obligaría a intervenir a los grises o a los marrones. Hoy en día, nadie sacaría un mal kleenex, aunque esté arrugado y aromatizado con mentol. Un capitán no se vende, oiga. Un capitán no se va nunca. Se retira cuando él quiere, cuando él mismo se da cuenta de que ya no puede exigirse lo que exige a los demás. Ahora el capitán pide comprensión hacia sus decisiones y no se para a pensar en lo que su figura significa.
No crean que no hay ninguna esperanza, no. Hace poco hubo un capitán de los de antes. De los que tenía el brazalete marcado a fuego. Le empujaron a irse en una suerte de Fuenteovejuna cuyo nexo de unión eran las comisiones. Aún así, desde donde esté ejerce como capitán, como el mejor representante atlético. Aunque vaya de rojo o de azul. Esta semana se ha recordado su nombre poniéndolo en el mismo saco con el último que se ha puesto el brazalete de marras. No es lo mismo. Ni de lejos.
Los capitanes ya no son intrépidos. Los capitanes no llegan a sargentos y no son de hierro. Puede que se deba a que los capitanes frisan los veinte años y no permanecen suficiente tiempo en el club. Cada uno tendrá su punto de vista, unos dirán que es culpa de los de siempre y su razón tienen, otros dirán que será cuestión de principios y de mercenarios. No les falta razón tampoco. Algunos solo sabemos, que desde que aquel del que les he hablado antes se fue, echamos de menos a los capitanes de antaño. A aquellos por los que nos subiríamos a una mesa en medio de la clase de literatura para gritar: “Oh Capitán, Mi Capitán”.