jueves, 20 de febrero de 2014

Tamaños de partidos

–Vente para acá Vladimir –apremió el comandante James a su colega ruso.

Se acercó flotando Vladimir Evtushenko a la escotilla por la que miraba el americano y él lo pudo ver también. Por fin pasaba algo en la estación espacial internacional, todo sea dicho. Los primeros días hace ilusión, la verdad, eso de la ingravidez, lo de tomarse una pastilla que aúna todas las propiedades de un perol de lentejas con chorizo y lo de hacer pis y caca en la dirección que sea, pero cuando llevas más de una semana la estación es un tostón de tamaño grande tirando a enorme. Los dos astronautas, el americano y el ruso, habían hecho buenas migas sin pensar en antiguas guerras frías ni templadas y se pasaban el día mirando por la escotilla, pendientes de cada giro en órbita de la estación o de la Tierra con la misma cara que ponen los niños en los caballitos cuando se acerca el momento de cada vuelta en que papá, mamá y los abuelos saludan efusivamente el paso del coche de bomberos en los que están montados.

– ¿Les decimos algo a los demás?

– ¡Quita, quita! A esos ni agua…

Los demás eran el jefe de la expedición, el coronel chino Tan Dao, al que ninguno tragaba por su afán de estar constantemente haciendo experimentos como el de juntar en condiciones de gravedad cero coca cola y Bayleys para ver si de verdad se hacía bola y por esa natural desconfianza del ser humano hacia el oriental que no lleva un delantal y habla bien un idioma que no es el suyo, y el ingeniero alemán Jurgen Masthuerzer, dedicado en cuerpo y alma realizar paseos espaciales en bañador de competición sin tener en cuenta la cercanía del sol ni las protecciones cincuentas lo que le otorgaba un aspecto de rojo pasión que no hubiera desentonado nada en una playa balear.

Siguieron mirando los dos con curiosidad, sin comprender el motivo de lo que estaba ocurriendo…


Supo el público de San Siro, el local y el muy numeroso visitante que viajó a tierras lombardas, que se trataba de un partido de tamaño grande tirando a enorme. Solo de esa manera pudieron todos ser capaces de rodear al encuentro del clima justo, del ambiente necesario para que flote en el ambiente esa atmósfera que lleva aparejada citas así. Lo notaron técnicos, jugadores, aficionados que estábamos en nuestras casas y hasta los carabinieri que velaban por la seguridad en el recinto. Salió el Atleti con todo lo que tenía y salió el Milán con una alineación con vocación de organización de reinserción social para jugadores en fase terminal de juego. Se hicieron pronto los nuestros con el balón y con el control pero no podían más que asomarse sin entrar del todo a los balcones en donde se hace daño a los rivales. Agazapado el adversario de entrada, empezó el equipo rossonero a crecer viendo ese sueño que para los extremos derechos es Insúa. Volvió loco por momentos un jugador con clase pero con demasiadas aes en su apellido al argentino y de ese lado partieron las oportunidades que equilibraron la contienda y metieron un poco de miedo en el cuerpo, todo sea dicho.

Pudo adelantarse el Milán y no lo hizo principalmente porque debajo de los palos del Atleti hay un portero que dejará un páramo cuando se marche a otras tierras. Un portero mayúsculo y en negrita. Un portero estratosférico. Un portero de los que gana puntos sin poner cara de intensidad forzada, sin cambiar el rictus de cualquier día en la oficina. Retrocedió el Atleti un tanto al ver que el rival podía hacer daño y de allí al descanso se pasó a otra fase, a una de estudio, de medición de fuerzas, de sacar una mano y volver a levantar la guardia para no encajar, que estos partidos no son propicios para la locura ni para cancerberos como Asenjo.




Salió el Atleti tras el descanso con otra pinta. Más confiado quizás. Tal vez fue necesario que Simeone recordara a los suyos de lo que son capaces y la de partidos de este tamaño XXL que llevan disputados juntos desde que sus caminos se juntaron para gloria de todos. Se hizo el Atleti con los mandos y el Milán pareció achicarse a lomos de las excentricidades de un delantero con más fama y leyenda que juego y números. Ensancharon hasta coger el tamaño justo para el partido todos los nuestros pero destacaron un Godín expeditivo, unos brillantes Mario, Koke y Gabi, siempre Gabi, y un Diego Costa que volvía a corroborar que cuando los partidos cogen tamaño de buey de arrastre, él siempre estará allí. Merecía el Atleti ponerse por delante pero no acababa de llegar la ocasión propicia. Hubo quien reclamó a voz en grito algún disparo desde fuera del área sabedor de que enfrente estaba Abbiati, el portero que más que tirarse se acuesta pero tuvo que ser, claro está, de nuevo el balón parado el que impartiera justicia en el marcador.

Sacó Gabi un córner con vocación de quedarse corto y un defensor despejó alto, muy alto, tanto que el balón debió andar cerca de pegar contra algún satélite en órbita o contra la mismísima estación espacial internacional. Bajó el balón sin prisas. Llovido y medio flojo, casi ingrávido. Esperaban en el segundo palo Diego Costa y Miranda y hubiéramos pensado que vaya casualidad que fueran ellos dos, los de los goles en ocasiones espaciales, los que estuvieran allí si este Atleti de El Cholo diera lugar a pensar en casualidades en vez de en movimientos estudiados y medidos. Cabeceó Costa casi de parado, extrayendo del cuello toda la fuerza que el balón con ínfulas de astronauta no traía consigo y Abbiati, fiel a sus principios, hizo que se tiraba cuando en realidad se acostaba para contemplar como entraba en la portería ese balón que pareció soso en sus comienzos.

Queda la vuelta, sí, y habrá que tratarla como merece. Será un partido también de tamaño apreciable. Probablemente no de tamaño tan grande como el de ayer, por el resultado y por la moral con la acudirán los milanistas al Calderón, pero será de buena talla. Seguro que será un partido como todos los partidos grandes, con fases bien diferenciadas y seguro que el público sabrá fabricar el ambiente que estas citas requieren. Seguro también que los nuestros se pondrán el traje apropiado para la ocasión. Un traje que valga para asistir a la fiesta de los cuartos de final, una fiesta a la que el Atleti parece invitado por méritos propios.  




Miraban los dos, el ruso y el americano, por la escotilla en dirección a la Tierra y reparaban en que a cada vuelta parecía coger mayor tamaño la mancha que se estaba extendiendo por todo el continente europeo. La mancha, de dos colores, rojo y blanco, había surgido en la parte norte de la península itálica y ya dominaba casi en su totalidad el territorio del viejo continente. 

miércoles, 12 de febrero de 2014

De creencias y dolores

No nos engañemos, nadie creía. Usted y yo no creíamos y aquel matrimonio de mediana edad que ayer por la tarde anunciaba a bombo y platillo que sí, que creían, lo hacían de puertas afuera, pero en su interior no creían o si creían un poquito lo mismo era por los gintonics que se habían colocado con mimo entre pecho y espalda, que eso es algo que siempre ayuda a la hora de fortalecer la fe. Tampoco creía El Cholo aunque su discurso fuera el totalmente opuesto y así lo demostró con lo que puso en liza, y uno comprende al técnico a la hora de no pretender abusar, de no querer dar más de sí el milagro que estamos viviendo esta temporada aunque esa comprensión se lleve mal con lo que dictan los corazones, los de ustedes y el mío, pero uno encuentra lógica y conveniencia en lo que Simeone planeó. Como les decía antes, él no creía tampoco, pero cree en otras cosas, sueña con otras metas más ambiciosas aún y no puede permitirse que los de su alrededor flaqueen en su creencia.

De lo de ayer solo se podía recolectar miseria: miseria física, como la que nos heló el alma con la traidora caída de Manquillo, pero sobre todo miseria espiritual. Cierto es que nuestro técnico podría haber alineado a los mejores disponibles, forzado a los tocados que llegaban justos al choque y lanzado consignas de esas que inflaman el ánimo de la tropa para morir en la orilla con la moral quebrada y rota, con dudas revoloteando sobre las cabezas y con lo que resta de temporada bajo amenaza. Simeone prefirió no poner demasiada carne en el asador para no comprometerse. Si hubiera salido bien, el golpe en la mesa, el espaldarazo al fondo de armario hubiera inyectado adrenalina en las venas de los nuestros con una final bajo el brazo, un farol que arruina la partida del adversario. Saliendo como salió no queda comprometido el camino ni torpedeado el buque y uno lo entiende, aunque le duela, pero lo entiende.




Poco se puede comentar de un partido que ingresó moribundo y al que los familiares/laterales se empeñaron en desenchufar de los respiradores a los pocos minutos de presentarse en urgencias. El contador de penaltis en contra crece a ritmo sostenido para acallar a los que miraban las estadísticas sin ver más allá. Demasiado impulsivo estuvo Manquillo en el primero, trastabillando a la plañidera del balón dorado para que ésta cayera como caen las señoras que se rompen las caderas al caer al suelo o que caen al suelo tras romperse la cadera, que no es lo mismo ni mucho menos y es algo sobre lo que se discute encarnizadamente en las salas de espera de las consultas de traumatología sin que se llegue a consenso posible. Torpe estuvo Insúa en el segundo, torpe sin atenuantes.


Lo intentó el Atleti pero pareció por momentos que lo intentó poco aunque tal vez fuera justo lo que se debía haber intentado con el paisaje que tenía el asunto. Lo intentó poco y se entiende aunque duela. También entiende uno a los que ayer hablaban de exponer algo más, de morir o matar sin pensar en el mañana aunque desde la frialdad de las horas que han transcurrido no lo llegue a compartir. Incluso esos, los que se fueron algo más descontentos a casa porque querían exigir más al equipo no creían. Tampoco creía Simeone ni los jugadores. Nunca creímos ustedes y yo ni aquel matrimonio de mediana edad, por mucho que dijeran lo contrario. 

jueves, 6 de febrero de 2014

Los merodeadores

Fíjense ustedes qué cosa más curiosa, ha sido llegar uno a la oficina y mientras todavía bostezaba sin parar mirando muy fijamente la pantalla que anunciaba que Windows se estaba iniciando, ha aparecido el primero de ellos. De los merodeadores, vamos. El primer merodeador ha surgido así, como de la nada, y parecía distinto a todos los que uno se ha cruzado durante los últimos meses. Iba como crecido, muy seguro de sí mismo y andaba como si le hubieran dado cuerda, moviendo pies y brazos de manera alterna y acruasanada. Nada que ver con esos merodeadores que durante los últimos tiempos repetían tanto que el fútbol a ellos no les da de comer o que no, que no habían podido ver el partido porque la trama de Águila Roja llegaba a un punto culminante. Este merodeador que ha brotado hoy tiene un toque familiar, cercano. Este merodeador hablaba y hablaba y todas sus frases terminaban con la misma coletilla con la que las acaba el presidente de su equipo, ese señor con megalomanía acusada y con aspecto de empleado de funeraria: “los mejores del mundo”. Que si tienen los mejores jugadores del mundo, que si el mejor estadio del mundo, que si el peinado del portugués relamido es el mejor del mundo, que si los árbitros que les pitan son los mejores del mundo. En fin, ya saben ustedes de lo que hablo.

Llegados a este punto, delante de mi mesa se había convocado ya una convención de merodeadores sin que todavía uno hubiera podido introducir la contraseña en el ordenador y peroraban a voz en grito sobre los mejores goles de rebote del mundo, sobre los mejores pisotones alevosos del mundo y sobre si las repetidas faltas de un jugador de Tolosa al que nunca se amonesta son las mejores del mundo. Uno, que conoce desde hace tiempo la idiosincrasia del merodeador, sabe que en estos casos no queda otra que dejarles hacer, dejar que acabe el discurso en el que se glosa lo más mejor del mundo en todas sus facetas y esperar. Esperar a que cualquier revés en forma de resultado haga renacer de nuevo ese desdén por los partidos, ese no he podido ver el partido porque a la mayor de mi hermana le pusieron ayer los brackets en una clínica Vitaldent y la han dejado que parece un Transformer. Ellos, los merodeadores, no son como nosotros. Ustedes y yo nunca nos borramos. Nunca despreciamos a los nuestros por mucho que en tantas ocasiones nos hayan hecho sonrojar. Nosotros mostramos euforia y enfado de manera mayúscula cuando toca, como debe de ser, pero ellos no son así. Ellos brotan como los níscalos tras lluvia otoñal en ciertas ocasiones pero en otras no se les puede encontrar ni alegando motivos laborales. Hablando de temas laborales, se alejaba el último de los merodeadores de mis dominios cuando servidor requirió un informe de proveedores del año 2013, uno que ya había pedido cuatro o cinco veces en las últimas semanas. Anunció el merodeador a voces que lo tendría esta mañana mismo, que él hacía los mejores informes anuales de proveedores del mundo…



Viendo la alineación que Simeone dispuso ayer uno entendió que la apuesta inicial era ambiciosa. Koke de mediocentro, Diego y Arda juntos y Raúl acompañando a Costa. Salía el Atleti como un grande y tal vez esa fuera su condena. No estuvo cómodo en ningún momento el Atleti sobre el césped de ese estadio con hechuras de prisión de mínima seguridad y fue el rival el que pareció empaparse de la filosofía que a los nuestros ha llevado a las cotas alcanzadas: presión, anticipación, agresividad y asfixia al contrario. Poco enfrentaba el Atleti ante esa apuesta, si acaso un remate picado y lleno de malicia de Arda que quedó en un espejismo. Cierto es que dos de los goles rivales llegaron tras rebotes, pero dio la sensación de que los rebotes y por extensión el azar, siempre tan caprichoso, se puso de lado de aquel que con mayor ansia intentó vencer.

Recordó el Atleti a un Atleti de tiempos pretéritos, a un Atleti tembloroso y desquiciado por momentos. A un Atleti que se dejaba atrapar en las mismas trampas de hace tiempo, que se dejaba enredar en la provocación. Hubo incluso algunos que miraron al banquillo para ver si el que estaba allí era Simeone o era Manzano de lo poco que se pareció este Atleti al Atleti que nos tiene encandilados. Se vio a un equipo con dudas en zonas donde siempre suele haber certezas, en la portería y en la defensa y se vio también a Insúa, del que tal vez sea injusto aunque merecido hacer crítica feroz. Superado y desconectado el medio campo e inmerso Costa en batallas estudiadas y medidas por el rival de las que solo se podía salir derrotado, tampoco los cambios añadieron nada, si acaso añadieron adeptos a la causa de que Adrián no es el Adrián que vimos hace un par de años ni se le parece.


Se escapa la Copa en un primer envite en el que el rival pareció el Atleti y el Atleti no se sabe muy bien qué pareció. Estudiosos de la tertulia balompédica a deshoras opinan con seriedad que no le viene mal al equipo dejar de defender uno de los tantos frentes abiertos y servidor discrepa a la mayor. A falta de dos partidos para plantarse en una final no es momento para pensar en dosificación y prioridades y de hecho El Cholo no lo hizo, si no que se encontró con que a veces las cosas no salen. Hay veces que uno sale a jugar como un grande y el pequeño se lo come. Hay veces, como ayer, que el supuestamente grande juega como un pequeño y es celebrado con grandes alharacas por su hinchada. Hay veces en las que entrenadores presentados como buscadores de la excelencia futbolística encuentran el consenso poniéndose el chándal de Caparrós o de Clemente y sus aficionados/merodeadores se agarran a ello jurando sobre libros sagrados que esa manera de proceder es la mejor manera del mundo. Hay veces en las que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Ayer fue una de ellas…

lunes, 3 de febrero de 2014

Lo de menos y lo de más

Se acercaba la afición al campo y daba la sensación de que, cosas de la vida, el partido y el fútbol por extensión era lo de menos pero a la vez era lo de más. Se acercaba la afición al estadio y se respiraba un silencio espeso, pesado, lleno hasta rebosar de respeto, un silencio que se había instalado muy dentro de todos desde que el sábado por la mañana el café y el alma se quedaron helados al oír la trágica noticia. Se acercaba la afición al recinto y quien más quien menos notaba presente la abrumadora ausencia, la certeza de la falta, el vacío tan complicado de describir del que se suele hablar en casos como este. Se acercaba la afición al Manzanares y todos se sentían huérfanos, los más grandes huérfanos de padre y los más pequeños huérfanos de abuelo. Miraba uno al escudo y detectaba que el oso también se sentía huérfano ahora que la vida le había privado de aquel que nunca permitía que fuera pisado aunque fuera sin querer. Notaban todos muy dentro esa orfandad mordiéndoles pero también sentían orgullo, orgullo de haberle conocido, de haberle abrazado como referencia, de haber sabido hablar de él a otros y de haber sabido escuchar sobre él. Se acercaba la afición al Paseo de los Melancólicos y se echaban de menos las patillas gruesas y las gafas que cambiaban de montura mucho después de lo que las modas aconsejaban. Se echaba de menos el chándal de aquellas épocas y el de otras más recientes. Se echaban de menos las faltas dirigidas con precisión a la escuadra y los pies que aguardaban en el interior de los míticos zapatones. Se echaba de menos su voz resonando en los vestuarios, esa voz que hablaba de ganar, ganar y luego ganar, esa voz que sabía tocar la fibra sensible del que escuchaba. Se echaban de menos los malos modos, la alergia a las medias tintas, el culo pelado, la socarronería y se echaba de más a aquellos que le negaron el pan y la sal, a los que le pretendieron licenciar con deshonor por no casarse con nadie y por arrancar de los vestuarios patrios malas hierbas con el siete a la espalda. Se acercaba la afición al Vicente Calderón y a cada pocos pasos surgía otro que contaba una anécdota sobre él, una de esas que a pesar de tan escuchada, toma forma nueva cada vez que se relata. Terminaban las historias con una media sonrisa, mitad triste y mitad alegre y con un suspiro hondo con vocación de punto y aparte.


Ocupó la afición de manera ordenada su localidad y recorrían con la vista el estadio que es su casa y siempre será la de él ya desde antes de aquel lejano pero recordado día en el que, cómo no, la inauguró con un gol. Andaba la afición con un escalofrío metido en la espalda, un escalofrío que hacía asomar lágrimas en unos y necesidad de homenajear al ídolo en todos. Saltaron al campo varios veteranos portando la camiseta con el ocho y el silencio volvió a imponer su ley para dejarse vencer a continuación por las voces entrecortadas. Comenzó el partido que era lo de menos pero seguramente lo de más y se puso por delante el Atleti casi llegando al descanso a pesar de no estar mostrando una cara brillante. Fue Villa el que convirtió en esos terrenos en los que los goleadores pisan con paso firme y alzó los brazos al cielo, recordando y volviendo para luego lesionarse, esperemos que levemente. Achuchó el rival, que estaba aunque casi nadie había reparado en él y Diego Costa y Miranda despacharon el partido por si hubiera alguna duda de que un partido así, con todo lo que lo envolvía nunca podría haberse escapado. Aún hubo tiempo para que redebutara el indeciso Diego y pareció que año y medio no es nada redondeando un partido que sabe a liderato en solitario a pesar de ser lo de menos o a lo mejor lo de más.




Marchaba la afición hacia sus casas tras haberse demorado algo más de la cuenta en el estadio, tal vez intentando aprehender un trocito de la noche vivida y guardarlo en un baúl de tesoros de valor incalculable. Flotaba de nuevo un silencio reinante y despótico que parecía dirigir los pasos de los aficionados y uno se paró a mirar a sus iguales. Miraba uno a los ojos de la afición y veía agrandarse una leyenda, una enorme y de varios colores pero principalmente de color rojo y blanco. Veía uno también calor, emoción y esa bendita sensación de pertenencia que solo ustedes y yo tenemos el placer de sentir. Se detectaban más cosas en aquellas miradas: nostalgia acompañada del dolor frío del que no se lo espera, reconocimiento a esa irrepetible figura y sobre todo agradecimiento. Sí, todos los ojos gritaban diciendo gracias. Gracias por lo que dejó en el campo y en el banquillo. Gracias por estar cuando nadie quería y no estar cuando no tocaba. Gracias por aquella alegría infinita pero efímera truncada por un alemán de nombre impronunciable. Gracias por saber hacer ver a los jugadores que detrás de ellos había varios miles que tocaron el cielo en noches como aquella. Gracias por vencer al dragón de los cuartos de final. Gracias por existir y haber sido de los nuestros.