Fue
terminar el encuentro y todas las miradas se posaron de nuevo en él. Mientras
los rivales, que son los nuestros y los suyos, agradecían el apoyo a la afición
y marchaban hacia los vestuarios con el sabor áspero que el partido dejaba en
los paladares, él se acercó con sus compañeros para saludar a los aficionados que
habían viajado desde Inglaterra para tan magna ocasión y después, en vez de
ganar el túnel de vestuarios con premura, se demoró, quiso hacerse el remolón
para ser el último de los protagonistas en abandonar el campo. Recorría con su
mirada el estadio, una vez más guapo a rabiar, y degustaba el momento mientras
los aficionados rivales, que son los nuestros y los suyos, le ovacionaban con
los corazones en la garganta. Quiso Fernando regalarse este momento y quisimos
todos que fuera perfecto, que la primera parte de la película acabara con el
bueno cabalgando hacia la puesta de sol. Dentro de ese homenaje que la grada
ofreció a uno de los suyos estaba también el reconocimiento hacia el único de
los rivales que no se escondió, al único que, con tintes de náufrago, se atrevió
a discutir el aburrido guión planteado desde su caseta. A uno de los pocos
delanteros que en los últimos años hemos visto hacer perder su proverbial
tranquilidad a Miranda. A un grande,
vamos.
Una vez que
había recolectado todas las imágenes, todos los aromas que guardará para
siempre en el cajón de los buenos recuerdos, arrancó a correr hacia el túnel de
vestuarios como si quisiera fijar en la película de su memoria este pasaje y
borrar los que se vivieron antes. Los de un partido planteado con tanta
racanería por una de las dos partes. Los de un choque sin demasiadas
oportunidades, con esfuerzos medidos al milímetro. Los de una contienda y por
extensión una eliminatoria que se decidirá por un detalle nimio tal vez: una ausencia, una tarjeta sacada a destiempo, un rebote en el trasero que cambia la
trayectoria de un disparo flojucho o la lesión de un cancerbero del que las
malas lenguas piensan si no fingiría para evitar verse envuelto en la odiosa
comparación con el que será su sucesor. Pocos episodios del partido de ayer se escribirán
en los libros de historia del arte balompédico y, si se escribieran, debería
ser para glosar que los de rojo y blanco fueron los que expusieron y lo
intentaron y que su técnico se fue medio disgustado con el resultado mientras
el entrenador rival lucía una sonrisa de oreja a oreja camino a la caseta
escoltado por la troupe de ayudantes pendencieros venidos de Lusitania.
Muchas veces,
a lo largo de los caminos que todos transitamos hacia nuestros sueños, nos
encontramos con personajes grises que desempeñan a la perfección su papel en el
teatro de la vida. El papel del entorpecedor, de la piedra en el camino, del
funcionario que ni se digna a levantar la vista del periódico para decir que falta
el formulario B235 compulsado por triplicado, del empleado del banco que
anuncia que el crédito no fluye, de los Gregorios Manzanos y de los Texeira
Vitienes, del vuelva usted mañana o del yo también tengo prisa qué se ha creído.
Esos pequeños obstáculos existen para ser sorteados y casi nadie se vuelve a
acordar de ellos una vez superados. Este Chelsea o más bien la manera a la que
se obliga a jugar a este Chelsea es el obstáculo a salvar de cara a vivir el
sueño. Ese sueño que es nuestro y es suyo, ese sueño que aunque parezca mentira
también lo comparte el aislado delantero centro del equipo rival. Ese al que a
punto de abandonar el césped con la mochila llena de emociones tuvo tiempo de
hacer feliz a un aficionado lanzándole su camiseta, esa que, vaya donde él
vaya, siempre será también la nuestra.