Fue ayer.
Ayer mismo. No había habido señales previas de la gravedad de la situación. Ni
una tos de esas que sale del pecho, ni un cambio de color. Nada. Hace solo tres
días parecía lozano y sanote. Mostraba con desenvoltura imágenes del
Celta-Getafe o del Athletic-Málaga sin presagiar lo malito que estaba.
Cumpliendo con su obligación hasta el último momento. La verdad es que podría
haber avisado, haber dicho algo para que nos hubiera permitido despedirnos de
él. Se fue de la manera en la que vivió, silenciosamente. Sin poner un pero a
si le colocaban al lado del DVD o de si el trapo que de vez en cuando le
aliviaba del polvo era demasiado áspero. Fue ayer. Ayer mismo. Justo a las
nueve menos cinco. Casi sin dar tiempo para la reacción ni para llamar a
urgencias. A esa hora justo, el grandísimo cabrón del decodificador decidió
dejar de funcionar…
Imaginarán
ustedes las escenas de pánico que se vivieron en mi santa casa: movimiento de
aparadores con fuerzas sacadas de insospechados lugares; expediciones a las partes
traseras de los muebles machete en mano para intentar abrir camino entre la
selva de cables; desenchufar todo y volverlo a enchufar; conectar el
euroconector al ventilador y colocar la salida de la antena en la tostadora
para ver si el destino sonreía. Nada. La oscuridad y el silencio por respuesta.
Como testigo mudo, el bocadillo preparado con esmero y premeditación. Los días
como los de ayer no son días para reducciones al Pedro Ximénez ni para lechos
tibios de brotes tiernos, son días de bocadillo rápido pero contundente. Días
para no despegar la vista de la pantalla y para comer con las manos. Ya si eso
me pone usted mañana el rodaballo, que no anda uno en noches como estas para arabescos
con la paleta del pescado.
El partido
había comenzado ya en el Villamarín cuando servidor andaba ya en la fase de
pegar puñetazos al aparato y la verdad es que el decodificador acusaba el
castigo con estoicismo. Solo dio muestras de debilidad cuando un botón, uno de
esos que nunca en la vida se había llegado a pulsar, saltó de la consola
principal ejecutando en su caída un doble mortal con tirabuzón muy celebrado
por el bocadillo, ya frío, y por el perro, que recogió el gimnástico botón del
suelo al instante con el ánimo de otorgarle una medalla de mordiscos. Superada
esta fase de negación, los siguientes movimientos se centraron en intentar ver
el partido por internet. Esta fase de asimilación de la pérdida duró solo cinco
minutos, los suficientes para comprender que con una retransmisión en la que
los protagonistas se mostraban parados cinco segundos de cada cuatro poco se
podría solucionar por muy aderezada que estuviera la congelación de imagen con
unos excelentes comentarios en ruso con acento de Siberia, de Siberia del sur, para ser más precisos. A estas alturas de
la película, uno se había perdido las alineaciones, los sistemas, ignoraba si
el dominio era alterno y si el campo mostraba unas condiciones óptimas para la
práctica del fútbol, pero aún así, inasequible al desaliento, revolví cajones,
rastreé armarios empotrados y encontré al único compañero posible para
compartir la pena de ayer: el transistor.
Oír un
partido de fútbol por la radio en estos tiempos es difícil. Pudiera ser porque
ya hemos perdido la capacidad de imaginar que teníamos antaño, cuando se oía
eso de “baja el balón con el pecho a lo Rocío Jurado” o “patadón al cielo,
cuidado con los ovnis”, pero pudiera ser más bien porque las emisoras radiofónicas
han optado por dejar de radiar, qué bonita palabra, los partidos y dedicarse a
crear empleo entre colectivos de exjugadores, exárbitros y hasta exmaridos con
la característica común de ser humoristas frustrados. No pidan ustedes saber si
el balón anda rondando un área o la zona medular, no pidan ustedes saber si los
rivales presionan con denuedo o esperan agazapados, no pidan enterarse de lo
que ocurre. Lo que les van a dar es un curso acelerado de baja comedia perpetrado
por los más graciosos del vestuario y de las facultades de Ciencias de la
Información que en el mundo han sido.
Entre
chiste y chiste, el Betis metió un gol y debió ser también de chiste. Como
pueden comprender, servidor reía a carcajadas ante el tanto verdiblanco, ante
las ocurrencias de los contertulios y ante la inquietante mirada de ese maltratado
decodificador al que anteriormente había ganado a los puntos en desigual
combate. Mientras tanto, descansaba el bocadillo sin tocar encima de una
servilleta de papel. Solo. Frío y huérfano. Había perdido el bocadillo la
esperanza de acabar la noche calentito en un estómago cuando se oyó que Falcao
aprovechó un pase que fue casi remate de Raúl García tras servicio de Arda, al
que ayer imaginábamos de nuevo rizado. Tras el gol, las risas dejaron oír que
el Atleti achuchaba, que el portero del Betis se erigía en figura y que era
cuestión de tiempo el desnivelar la contienda. Animado por estas señales y
dejándome empapar del clima humor reinante, ataqué el bocadillo casi helado,
pero no tanto como el cuerpo que dejó el nuevo gol bético, una vez más de
chiste. Hubo quien habló de la responsabilidad de Asenjo en los goles, hubo
quien habló de la baja de un Courtois que encajó igualmente un gol acorde con
los comentarios del gabinete humorístico habitual el domingo pasado, pero no
hubo nadie que se acordara de Joel, que a la postre es el único que es de los
nuestros desde chico.
Volvieron
los equipos del descanso y anuncios de casas de apuestas (¿dónde quedaron esos
spots del Restaurante Atrapallada y lo buena que hacen la lubina?) impidieron
escuchar el penalti a Falcao y la expulsión que dejaba camino franco al Atleti.
Se oyó que Diego Costa entraba en el campo tras el gol y marcó en el primer
balón que tocó. Se descosió el Betis y se descompuso la grada tras polémica mano
de Filipe y polémica mano con expulsión de un delantero verdiblanco con nombre
de sopa y pasaron los minutos sin que pasara demasiado más allá de las chanzas
de los comentaristas y los calambres en los empastes ante cada bocado del
gélido bocadillo. Hubo tiempo aún para oír que un Raúl García recuperado brillantemente
para la causa remachaba a placer otra nueva genialidad traída de Turquía y no
hubo tiempo para más porque si lo hubiera habido, hubiera conllevado claro
riesgo de ingreso por ataque de risa ante las mamarrachadas que se vertían en
los estudios con pecera y micrófonos.
Hasta aquí
esta crónica de oídas. Esta crónica ciega, como esas paellas con todo pelado
que no acaban de tener la misma gracia que las otras. Una crónica desde la
oscuridad que trae un resplandeciente segundo puesto. Una crónica de otros
tiempos, de cuando no existía el payperview ni las plataformas digitales, de
cuando se escuchaban los partidos por la radio y a la vez se veían en las salas
de proyección de las cabezas. De cuando el balón, más amante que nunca besaba
las mallas. De cuando los entrenadores del Atleti eran muy parecidos a éste que
tenemos ahora. De cuando la radio deportiva era deportiva y no de variedades.
De cuando el Atleti ganaba casi siempre y estaba en lo alto de la
clasificación, como ahora. Fue ayer. Ayer mismo.