jueves, 29 de enero de 2015

Érase una vez...

Érase una vez un partido bonito. Un partido bonito de verdad. El típico partido copero lleno de alegría y matices, con sus alternativas, sus muchos goles y hasta su puntito de correcalles, algo que para desesperación de los técnicos de pizarra apretada secretamente seduce a los aficionados. Todos los habitantes del reino estaban encantados con cómo discurría el encuentro más allá de resultados, poseía el choque un no sé qué que atraía a cualquiera que le ponía el ojo encima, tal vez fueran el gol impaciente y pinturero del hijo pródigo (y le llamaban cojo, manda narices), el beso que el diecinueve que siempre será el nueve depositó en la mejilla del césped tras marcar, los contraataques a taquicardia abierta de un conjunto rival vestido para la ocasión con una camiseta de pelo natural de pelota de paddel, la lucha y la garra, el caer y volverse a levantar y hasta quien sabe si la presencia en el campo de un exponente de esos nuevos ídolos futbolísticos que a usted a mí nos parecen faltos de una bofetada a tiempo.

Tenía el cuento, como todo aquel que se precie, también un villano, colegiado para más señas. Un villano que como la mayoría de los villanos esconde su mediocridad tras la vileza. Aunaba el villano en su nombre de guerra, Gil Manzano, reminiscencias de periodos oscurísimos para la parroquia rojiblanca pero fue su presente lo que hizo preocupar a los habitantes del reino. Pitaba el gachó penalties que eran faltas, faltas para un lado cuando eran para el lado contrario, repartía tarjetas con la discrecionalidad de un visitador médico y se comió un pena máxima del tamaño de la terminal 4 del aeropuerto de Madrid-Barajas, ahora Adolfo Suárez, segundos antes de que el equipo pelota de paddel pusiera la eliminatoria tan cuesta arriba como el último puerto de una etapa reina del Giro a su paso por los Dolomitas.



No contento con su mendaz actuación, quiso el villano asestar al partido un último golpe de gracia y lo hizo sin testigos, con la cobardía del que se sabe lejos del césped, en la bocana de vestuarios como dicen los clásicos. Echó a Gabi y a estas horas uno todavía no sabe si a lo mejor lo hizo para matar a un partido que estuvo tan por encima de él cuando estuvo vivo que hizo que se le vieran las costuras de árbitro de mucha pose y poco fundamento. Fue ver la cara del partido tras el descanso y todos los que conocieron sus mejores tiempos adivinaron que el partido estaba muerto y bien muerto antes de que el balón rodara de nuevo. Lloraban por el partido todos los animalitos del bosque, los leñadores y también la abuelita de las orejas grandes cuya casquivana nieta pasea por el bosque con evidente intención de provocar al lobo. Lloraban todos los que allí estaban menos el villano, claro está, y solo la fortuna en forma de errática trayectoria de lanzamiento de bota a asistente de banda y la inteligencia del doctor Simeone decretando el fallecimiento del choque muy de antemano evitaron males mayores. Extirpó El Cholo con sus cambios cualquier posible acto de esos que brotan en caliente, lances de los que uno se arrepiente meses y meses, acaso vidas enteras por no poder rebobinar y todos los habitantes del reino desfilaron ante el féretro para honrar la memoria del precioso partido que fue asesinado por un villano.


Es de suponer que los integrantes del cuadro bola de paddel retornaron a sus cuarteles felices pero uno cree que no tendrían el cuerpo para comer perdices, que cuando uno vence con la imagen del suelo perdido de sangre grabada en la retina tras un crimen como el que se perpetró anoche se toma como mucho un vaso de leche con Cola Cao y se va a la cama revuelto. Seguramente el villano, muy ufano él, visualiza un futuro brillante como árbitro UEFA, FIFA y hasta CHUFLA, porque arbitrajes así gustan mucho a las altas esferas de comités y comisiones de festejos varias, pero anda dándole vueltas en la cabeza a su delictiva acción para con el partido tan bonito que se nos había planteado. Se marcha el Atleti de manera muy digna pero aun impactado por el deceso del encuentro de ayer. Se despide de esta competición que algunos habíamos marcado en rojo reforzado en su convicción de poder competir con los que no hace tanto vivían en palacios y castillos inabordables y con una leyenda rojiblanca que ha vuelto sin haberse ido del todo nunca. Quedan dos competiciones también bonitas, pero ese será otro cuento. Colorín, colorado, esta Copa se ha acabado…

viernes, 16 de enero de 2015

Principios. Finales.


A pesar de que usted y yo andamos todavía con los pulsos acelerados, de que el caudal de adrenalina no se decide a retirarse del todo del torrente sanguíneo, sabemos que del partido de ayer, como de otros muchos grandes partidos, cuando pasen unos años nos acordaremos de solo unas cuantas imágenes. Cuatro o cinco, no más. Tal vez menos en el caso de los que ya vamos siendo más mayores, puede que más si hablamos de esos individuos que parecen acordarse del detalle más nimio y que en cada conversación dejan mal a uno diciendo que aquel remate a la cruceta de Kosecki fue en el minuto 37 y no en el 38 de un partido contra el Oviedo, hágame el favor de ser riguroso, leñe. Hablemos de ellas, de las imágenes que guardaremos como oro en paño, pero dividámoslas en finales y, sobre todo, en principios.

Principios

El mejor resumen de lo que aconteció ayer sobre el césped lo encuentra uno cuando aún no había comenzado el choque. Instantes antes de que rodara el balón se podía ver a un equipo que calentaba con intensidad. Jugadores que se abrazaban haciendo corro para compartir la última arenga, sprints cortos, dientes apretados. Enfrente, solo autocomplacencia. Una absurda ceremonia de onanismo colectivo para satisfacer tanto ego como anda suelto por esos lares. Esfuerzo frente a oropel. Un todos a una contrapuesto a la máxima de Juan Palomo, el que se come lo que guisa. Allí se fraguó todo. Uno así lo cree. El artificioso ambiente -dicen algunos optimistas que rugía el estadio como un gatito persa, déjenme añadir-, la bengala, el video del lateral que nunca sacó un centro rematable, el recibimiento y hasta la ouija que tuvo el mal gusto de sacar de donde estuviera al espíritu de quien fuera con la mala noche que hacía se fueron por el sumidero del narcisismo reinante siempre en la otra acera. Esos minutos sirvieron para comprender todo. La profundísima raya que nos separa ayer se ahondó más si cabe y uno volvió a pensar en la suerte que tiene de estar en el lado correcto. Se trata de una cuestión de principios.

Fue al principio también, pocos segundos después de la imagen que les relataba en el párrafo anterior, cuando Torres remató con tranquilidad un pase dificilísimo que Griezmann hizo parecer sencillo. Se fue el de Fuenlabrada para una esquina a celebrar contenidamente, él no es de alharacas ni de quitarse la camiseta, y uno disfrutaba viéndole disfrutar, comprobando que los hados de este deporte que tanto le ha premiado pero nunca suficientemente, han decidido que en el inicio de esta etapa solo importe su felicidad y también que se le imparta una cierta justicia, claro. Igualmente al principio, aunque esta vez de la segunda parte, administró aquel Niño que nos ha regresado hombre el jarro de agua fría que sofocaba cualquier fatua sensación de posibilidad. Otra vez fue Griezmann el que cabalgó hacia la puesta de sol de tripletes, sextetes y otras hierbas. Tras recibir el balón Torres arrancó y luego frenó en seco para dejar en evidencia a más de uno y, lo que no debe ser desdeñable, para callar bocas redondeando otro partido que merecía, como aquel que les conté a ustedes hace unos días.



Finales

Finalizada su brillante actuación, Fernando se dirigía al banquillo apurando cada instante con una media sonrisa dibujada en el rostro. Se giró levemente para aplaudir a los suyos allí desplazados y le entregó el testigo a Arda, el que se encargó de pasaportar al partido al otro barrio. Nada más entrar en contacto con el pasto el turco se fue a las tierras por las que andaba el balón y lo hizo suyo. Trazó taconazos, paró el tiempo y convirtió el magro espacio fronterizo a una línea de banda en una avenida peatonal. Fue ver los andares del turco y todos supimos que el partido, la eliminatoria y cualquier atisbo de tibia resistencia del equipo presidido por ese constructor que cualquier día invade Checoslovaquia había finalizado.

Finalizaba ya el partido entre atropellos y patadas de esos jugadores que se quejan amargamente de la violencia con la que el Atleti se emplea cuando Isco, jugador con gran prensa en los últimos tiempos, decidió mostrar su frustración entrando a destiempo y con alevosía a un rival. Hubiera quedado el lance como una más de las acciones que los integrantes del equipo de Dios vierten indiscriminadamente cuando el resultado no les sonríe pero hete aquí que sirvió la tarascada para que todo el señorío se mostrará de golpe y sin previo aviso. Aplaudió el estadio rival una patada con más efusividad con la que había celebrado los estériles goles de su equipo. Aplaudieron las mocitas, el del capote, los recalificadores que pueblan el palco y hasta se puso en pie para aplaudir el espíritu de quien fuera a pesar del resfriado que ya en esos momentos tenía por dejarlo a la intemperie tantas horas. Finalizó el partido entre el enfurruñe general, con muchos no entendiendo todavía qué había pasado pero totalmente desenmascarados en su esencia. Hoy casi no se hablará de ese momento en los medios, cachis, con lo bien que se disecciona la crónica negra de otras casas y la gran mayoría se contentará con la estúpida excusa de que menos mal que les eliminaron para poder descansar. Normalmente los que están al otro lado de la raya en la que estamos nosotros no suelen entender nada porque normalmente se lo dan todo masticado. Estos finales se originan como consecuencia de aquellos principios…

jueves, 8 de enero de 2015

El partido merecido

Torres se merecía este partido. Este mismo y no otro. Un guion diferente aunque hubiera tenido un final supuestamente más feliz, más lleno de goles de autor o de jugadas brillantes, no hubiera contestado a tantas preguntas como el partido de ayer. Aquel que se fue hace ya demasiado tiempo empujado por las mentiras y las complicidades reinantes en un Atleti que nadaba en el mar de la nada más absoluta, aquel que tuvo que convertirse en cabeza de familia de la nave a la deriva cuando aún no asomaban los primeros pelos de su barba volvió a enfundarse anoche la camiseta rojiblanca. Lo hizo ante el rival con mayúsculas, enfrentándose a aquellos a los que negó más de tres veces y decidió Simeone rodearle de compañeros que no siempre llevan prendida la etiqueta de la titularidad.

Muchos pensaron que el Cholo, maestro artesano de las contiendas que se dirimen en eliminatorias a doble partido, apostaba su suerte al cero-cero en este primer envite para fiar su destino al segundo asalto y erraron. Tras la dolorosa pérdida del Sabio de Hortaleza, no queda nadie que conozca el fútbol y sus recovecos, sus luces y sus sombras, como Simeone y muestra de ello fue lo que se vivió en el Calderón. Torres, que tal vez estuvo algo ansioso y hasta sorprendentemente reivindicativo en la protesta, pero ni mucho menos invisible, como fue el caso de un jugador eternamente postulado como ganador de balones dorados que se otorgan al máximo goleador en partidos contra rivales que luchan por evitar el descenso, recibió el mensaje alto y claro: Ganamos a estos con los suplentes.




Fernando ya lo sabía, pero ayer pudo meter la mano en la herida de este milagro. Vio, aunque ya fuera creyente. Aquellos Atletis descafeinados, llenos de Patos Sosas, Richards Núñezs y otras hierbas murieron hace tiempo por obra y gracia del señor que se sienta (poco, por los nervios) en el banquillo. Aquellos Atletis que servían de monumento al conformarse y a la mediocridad descansan en paz sin ganas de que nadie venga a desenterrarlos. Aquellos sonrojantes Atletis que intentamos olvidar sin demasiado esfuerzo, aquellos que daban lugar a que un sector celebrara los goles recibidos en contra ante la mirada incrédula de un chaval pecoso de Fuenlabrada al que le ardía el brazalete de capitán se han convertido en polvo. Ahora tenemos a este Atleti enorme y preciso. Este Atleti que reescribe su dorada historia en cada cita. Este carro acorazado que siembra las cunetas de vehículos para chatarra por haber osado a cruzarse en su camino. A este Atleti ha vuelto Torres, a un Atleti épico en el que prácticamente debuta un chaval de la cantera al que solo los calambres le hacen humano, a un Atleti lleno de hombres que se pusieron la camiseta a rayas por primera vez cuando eran niños llenos de sueños, a un Atleti que domina todas las suertes y del que los más pequeños se aprenderán no solo la alineación sino toda la plantilla de memoria.


Parecía que, al finalizar el partido, Torres estaba un poco más contento que el resto de sus compañeros y no era de extrañar. Tuvo que ser en esta primera cita de su segunda etapa cuando por fin pudo mirar desde el lado del ganador al rival. Además, reparó en lo poco, para bien, que se parece este Atleti a aquellos Atletis que él vivió, los que deambulaban como muertos vivientes y pensó en la de veces que habría merecido un partido así. Puede que también haya vislumbrado un futuro triunfal, tal vez sin esa pesada carga, en ocasiones autoimpuesta, que ha llevado encima desde que era poco más que un niño. El Niño.