Érase una
vez un partido bonito. Un partido bonito de verdad. El típico partido copero
lleno de alegría y matices, con sus alternativas, sus muchos goles y hasta su
puntito de correcalles, algo que para desesperación de los técnicos de pizarra
apretada secretamente seduce a los aficionados. Todos los habitantes del reino
estaban encantados con cómo discurría el encuentro más allá de resultados,
poseía el choque un no sé qué que atraía a cualquiera que le ponía el ojo
encima, tal vez fueran el gol impaciente y pinturero del hijo pródigo (y le
llamaban cojo, manda narices), el beso que el diecinueve que siempre será el
nueve depositó en la mejilla del césped tras marcar, los
contraataques a taquicardia abierta de un conjunto rival vestido para la
ocasión con una camiseta de pelo natural de pelota de paddel, la lucha y la
garra, el caer y volverse a levantar y hasta quien sabe si la presencia en el
campo de un exponente de esos nuevos ídolos futbolísticos que a usted a mí nos
parecen faltos de una bofetada a tiempo.
Tenía el
cuento, como todo aquel que se precie, también un villano, colegiado para más
señas. Un villano que como la mayoría de los villanos esconde su mediocridad
tras la vileza. Aunaba el villano en su nombre de guerra, Gil Manzano,
reminiscencias de periodos oscurísimos para la parroquia rojiblanca pero fue su
presente lo que hizo preocupar a los habitantes del reino. Pitaba el gachó
penalties que eran faltas, faltas para un lado cuando eran para el lado
contrario, repartía tarjetas con la discrecionalidad de un visitador médico y
se comió un pena máxima del tamaño de la terminal 4 del aeropuerto de
Madrid-Barajas, ahora Adolfo Suárez, segundos antes de que el equipo pelota de
paddel pusiera la eliminatoria tan cuesta arriba como el último puerto de una
etapa reina del Giro a su paso por los Dolomitas.
No contento
con su mendaz actuación, quiso el villano asestar al partido un último golpe de
gracia y lo hizo sin testigos, con la cobardía del que se sabe lejos del
césped, en la bocana de vestuarios como dicen los clásicos. Echó a Gabi y a
estas horas uno todavía no sabe si a lo mejor lo hizo para matar a un partido que
estuvo tan por encima de él cuando estuvo vivo que hizo que se le vieran las
costuras de árbitro de mucha pose y poco fundamento. Fue ver la cara del
partido tras el descanso y todos los que conocieron sus mejores tiempos
adivinaron que el partido estaba muerto y bien muerto antes de que el balón
rodara de nuevo. Lloraban por el partido todos los animalitos del bosque, los
leñadores y también la abuelita de las orejas grandes cuya casquivana nieta pasea por el
bosque con evidente intención de provocar al lobo. Lloraban todos los que allí
estaban menos el villano, claro está, y solo la fortuna en forma de errática
trayectoria de lanzamiento de bota a asistente de banda y la inteligencia del doctor
Simeone decretando el fallecimiento del choque muy de antemano evitaron males
mayores. Extirpó El Cholo con sus cambios cualquier posible acto de esos que
brotan en caliente, lances de los que uno se arrepiente meses y meses, acaso
vidas enteras por no poder rebobinar y todos los habitantes del reino
desfilaron ante el féretro para honrar la memoria del precioso partido que fue asesinado por un
villano.
Es de
suponer que los integrantes del cuadro bola de paddel retornaron a sus
cuarteles felices pero uno cree que no tendrían el cuerpo para comer perdices,
que cuando uno vence con la imagen del suelo perdido de sangre grabada en la retina tras un crimen
como el que se perpetró anoche se toma como mucho un vaso de leche con Cola Cao
y se va a la cama revuelto. Seguramente el villano, muy ufano él, visualiza un
futuro brillante como árbitro UEFA, FIFA y hasta CHUFLA, porque arbitrajes así
gustan mucho a las altas esferas de comités y comisiones de festejos varias, pero anda dándole vueltas en la cabeza a su delictiva acción para con el
partido tan bonito que se nos había planteado. Se marcha el Atleti de manera
muy digna pero aun impactado por el deceso del encuentro de ayer. Se despide de
esta competición que algunos habíamos marcado en rojo reforzado en su
convicción de poder competir con los que no hace tanto vivían en palacios y
castillos inabordables y con una leyenda rojiblanca que ha vuelto sin haberse
ido del todo nunca. Quedan dos competiciones también bonitas, pero ese será
otro cuento. Colorín, colorado, esta Copa se ha acabado…