lunes, 27 de febrero de 2012

Sobre morir de pie, sobre un extintor y sobre un señor de Cáceres

Corría el mes de mayo del año 2007. La primavera anunciaba un verano caluroso, como de costumbre. Un Atleti en constante reconstrucción se enfrentaba al mismo rival al que se enfrentó ayer. Durante los días previos, supuestos adalides rojiblancos de rumor de pasillo y de agradecido canapé a los prescritos, apostaban y alentaban una derrota para fastidiar al equipo de las mocitas. Casi daba igual que nuestro equipo se estuviera jugando una plaza de UEFA, lo importante eran los diez minutos de consuelo del tonto de los que se podrían disfrutar. Las encuestas arrojaban resultados preocupantes, una gran parte de los aficionados preferían perder y rebozarse en la inferioridad antes que plantar cara como siempre se hizo. Uno miraba extrañado a los que siempre había considerado sus iguales. Extrañado y hasta algo avergonzado.

El partido fue triste, muy triste. Ridículo y vergonzoso a partes iguales. Como consecuencia del jaleado hundimiento, el mayor símbolo atlético de los últimos tiempos vio cómo sobre el vaso de su encomiable paciencia caía la gota que lo colmaba. Asumió que debía alejarse con dolor de semejante mediocridad. Él, que es uno de los buenos y de los nuestros, sintió como una puñalada cada uno de los celebrados goles. No fue la única consecuencia del desastre: un portero joven acabó señalado y hasta fue diana de chuflas y chistes, una pareja de centrales de chiste y chufla corroboraron lo que pensábamos de ellos, casi nadie se salvó del despropósito. Solamente se salvó él. Ése que ese día tomó la difícil decisión de cambiar de aires, el único que obligaba a los demás a respetar el escudo que para muchos era un adorno en el pectoral. Ése que tanto nos dio y al que, hasta hoy en día, tenemos que seguir reivindicando cuando ha demostrado todo lo demostrable. Todo por ser de los buenos y de los nuestros.

Éste que suscribe se acercó al bar de la esquina de su calle. Ése que tenía una pantalla gigante recién comprada en la que daba gusto ver el fútbol. Llegó con tiempo y se encontró el local lleno de aficionados del equipo ese que reparte señorío en las tibias rivales terminando de ver el partido de los suyos. No se fueron como otras veces tras el pitido final llevando tanta paz como dejaban. Se acercaron a la barra pero no para saldar cuentas sino para pedir otra ronda. Se iban a quedar para mostrar un apoyo interesado a los de rojo y blanco. Un apoyo que se podían haber metido allá de donde los pepinos amargan, la verdad. Debido a este ataque de fraternidad ciudadana panmadrileña, éste que les habla tuvo que buscar espacios libres al lado de un extintor. Al otro lado del mismo, un señor de Cáceres, colchonero de pro, buscaba postura para ver el partido sin forzar el cuello más de lo necesario. Los goles fueron cayendo, los seguidores del equipo en el que militaba Jose Antonio Reyes, ese hombre que celebra todos y cada uno de sus goles a base de beso en el escudo, empezaron a glosar lo tuercebotas que eran los que jugaban contra sus transmesetarios rivales y un nutrido grupo de supuestos atléticos empezaron a celebrar los goles recibidos con alegría de chupinazo en fiestas patronales para llevar la contraria. Quedaban todavía veinte o quizás treinta minutos, la cámara enfocó a Fernando Torres y se le vio decepcionado pero sobre todo harto. Miraba alrededor y no reconocía ninguno de los valores con los que había crecido. Miraba y solo veía rendición y brazos caídos. Vio y vimos un Atleti arrodillado y orgulloso de estarlo. Esa cara del Niño la tenemos clavada muchos en el alma. De repente, servidor de ustedes cruzó una mirada con ese señor de Cáceres al que el azar y una pantalla gigante habían convertido en compañero de fatigas y, tras un gesto de asentimiento, ambos dos salimos a la calle dejando atrás una orgía de gritos de los que deberían estar callados y de alabanzas a Manolete y a otros líderes de masas que promulgaron la virtud del dejarse ganar. “Un placer haber compartido sostén de extintor con usted. Le dejo, que me queda un trecho hasta llegar a Cáceres”, dijo el cercano desconocido. Nos dimos la mano y nos despedimos sin tener el detalle de compartir nuestros nombres. Éste que suscribe no ha vuelto a bajar a ese bar, a pesar de que despachaba unas meritorias migas con torreznos como tapa de domingo por la mañana. Manías que tiene uno. Si lo hiciera, pensaría que estoy traicionando a ese señor de Cáceres, porque él, como muchos otros, era de los buenos. De los nuestros.



Dos caras bien diferenciadas mostró el Atleti en el partido de ayer. La primera de ellas fue ordenada, obediente y solidaria. Durante los primeros cuarenta y cinco minutos, los de Simeone jugaron a no recibir golpes. Agazapados atrás, se lanzaban a un contraataque demasiado precipitado que no dejaba más de tres pases seguidos en la mayoría de las ocasiones. Tampoco llegaba el equipo del novio de la intérprete del Waka-Waka con demasiada claridad a las inmediaciones de nuestro cedido belga, no crean, si acaso, una falta al borde del área a la que respondió bien Courtois y poco más. Los unos se aferraban a ese fútbol que de tan barroco es a veces cansino y los otros achicaban a base de patadón y búsqueda de segunda jugada. El choque se dibujaba en base al no errar en defensa de los nuestros, pero el fallo llegó y se materializó en gol por querer bascular demasiado ante el avance de la estrella rival.

Llegó el descanso y nos quedamos clavados en nuestros asientos allá donde estuviéramos. Teníamos dudas. Nadábamos en ellas sin saber si lo hacíamos a estilo de braza elegante o de perrito ansioso. Dudas de si el planteamiento era de una cobardía osada o de una valentía temerosa. Dudas de si lo visto era una vía para meter mano al equipo entrenado por el oráculo de la intelectualidad. Dudas de si habría capacidad o aptitudes para cambiar el guión. Dudas de si al bocadillo de tortilla le habíamos añadido los pimientos fritos que sobraron de la cena de ayer. Dudas de si las vejigas y las próstatas aguantarían sin ir al baño hasta el final del partido de lo clavados que estábamos a los asientos.

Empezó la segunda parte y las dudas se disiparon. Se disiparon con un gol pero sobre todo se disiparon al mirar las caras de los nuestros. Caras que reflejaban bravura y fiereza. Caras de tener claro qué camiseta llevaban y por qué tenían que entrar como entraban a disputar balones divididos. Fueron minutos que nos permitieron soñar. Soñar con llevarnos el partido y con esa paridad que antes teníamos con los de arriba de la tabla. Dos veces, dos, Adrián y Falcao pudieron plantarse mano a mano con el portero enemigo. Dos veces, dos, el asistente de línea se equivocó a favor de los intereses de uno de los dos a favor de quien se suelen equivocar. El rival estaba tocado. La afición jaleaba corners, alardes en la presión, cruces elegantes y suertes tan sutiles como esa que domina Arda como nadie, la de tirarse a ras de césped para robar el balón arrastrando su bizantina pierna derecha. Nos mirábamos unos a los otros y asentimos comprendiendo que éste Atleti ya no genera ninguna duda. Puede plantear los partidos de una u otra manera, pero nunca bajará los brazos. Nunca valorará una rendición que en otros tiempos era recibida por algunos con algarabía. Fue un Atleti valiente. Tocado con esa ingenuidad que tienen los valientes para perder la vida con una bala suelta o en una barrera sin pedir distancia. Oirán hoy a algunos disertar sobre el remar para morir a la orilla, benditos remares esos que te permiten creer en llegar a la playa del triunfo, posiblemente muerto, pero con una sonrisa trazada en el rostro. Benditos los porteros que suben a rematar corners con ambición. Benditos los calambres en los gemelos y benditos los que terminan los partidos boqueando para aprovechar la última molécula de oxígeno.

Puede que un día de estos baje al bar de la esquina de mi calle otra vez. Lo mismo no lo hago en día de partido que para eso ya lo ve uno en casa desde que comprendió que iba a ahorrar dinero y sobre todo disgustos. Lo mismo aprovecho un día cualquiera y me pido un café con leche corto de café y pido que me cambien al azúcar por sacarina. Lo mismo miro al extintor y me acuerdo de un señor de Cáceres que era de los buenos. Lo mismo me creo que nunca más veremos en nadie más la cara que vimos a Fernando Torres en aquella noche de mayo. Lo mismo volvemos a recuperar un orgullo que nos han ido arrebatando a dentelladas y por el que nosotros mismos tampoco hemos luchado como debíamos. Lo mismo es posible morir de pie, como ayer, por ejemplo.

viernes, 24 de febrero de 2012

¡Ay, los viernes!

–….¿y de verdad que no me puede llamar Timoteo? Mire que a mí, los nombres con personalidad y musicalidad aparente siempre me han parecido los más apropiados –dijo el individuo de tez morena mientras contemplaba cómo las olas rompían con fuerza contra el arrecife que protegía la isla.

– ¡Que no, hombre! ¡Que no me parece bien! La aventura que estamos viviendo exige un apelativo más conceptual, una gracia de más calado que Timoteo –rebatió de nuevo el barbudo personaje que empezaba a echar de menos la soledad de los primeros años.

– Pues dirá usted lo que quiera, pero yo tenía un primo segundo, fruto del mestizaje y la fusión íntima de una prima carnal de mi señora madre con un jesuita de Mérida que quiso convertirla a la fe con métodos cercanos y procaces, al que pusieron de nombre Timoteo, lo que no fue obstáculo ni cortapisa para que llegase a hombre lluvia de su tribu –volvió a la carga el aborigen.

– No, si me vas a estar tocando los mismísimos hasta que te lo cambie. ¡Ea!, pues venga. A partir de ahora te llamaré Viernes Timoteo.

– ¿Nombre compuesto? ¿No quedará pretencioso?

– Seguro. Seguro que cuando vayas al registro civil de la isla, el funcionario encargado te va a mirar como a una víctima del esnobismo tribal.

– De verdad, Señor Crusoe, que cuando se pone usted intenso, más le  valdría estar a uno solo que mal acompañado. Se me hace la isla muy pequeña para los dos….




¡Ay, los viernes! Esos días a los que últimamente tememos. Nada que ver con esos viernes de toda la vida en los que te escapas de la oficina en cuanto el reloj da las dos. Poco queda de esos días que son preludio de fines de semana de chándal y riñonera en un centro comercial. Ya casi no se ven jefes a los que el vaquero queda raro aferrándose a normas no escritas en el vestir para dejar el traje aparcado en la zona azul o verde de un armario de tres cuerpos. No quedan ni ganas de planear el asalto del sábado a la resistencia amatoria de ella o de él tras una semana de cansancio y rutinas. Y es que los viernes, queridos amigos, últimamente nos traen subidas de IRPFs, recortes y ajustes de cinturón o de tirantes elásticos. El pueblo llano mira de reojo las nuevas medidas aprobadas y suspira con alivio cuando no ha salido su bolita en el sorteo del recorte. “Este viernes han recortado en un 25% las ayudas para la compra de bisoñé a los calvos de larga duración”, se oye decir en los bares al mediodía mientras varios melenudos se regocijan por no ser alcanzados por la tijera de los ajustes ¡Ay, los viernes!

En cambio, la parroquia rojiblanca afronta los viernes de otra manera. Ya nos pueden bajar el sueldo, subir el agua o ponernos el gas a precio de noble, gas noble, se entiende. Nosotros andamos por la vida con despreocupación, mirando la botella casi rebosante más que medio llena y sonriendo a los vecinos de escalera, incluso al que pone el cassette de La antología de la copla demasiado alto a la hora de la siesta del viernes. Fíjense incluso que, hoy viernes, casi ni hablamos de fútbol. Lo consideramos baladí: “¿Pero ayer no jugó el Atleti?”, nos pregunta Martínez. “¡Bah!, estaba resuelto”, respondemos quitando importancia. Nos acostumbramos a lo bueno enseguida, como si fuera sencillo resolver en partidos de ida ¡Ay, los viernes!

Para representar el último acto de la resuelta eliminatoria de ayer, Simeone rotó. Rotó a los laterales, rotó algún mediocentro y rotó a Falcao, que ya empezaba a poner cara de necesitar unos días de libre disposición. Sacó una alineación algo contrahecha: dos centrales, de laterales; un lateral reconvertido, de interior y un mediapunta cargado de hombros, de delantero. En resumen una alineación de esas que, hace tres meses, hubiera obligado a intervenir a la autoridad y tal vez a los cascos azules. Ahora no, ahora las cosas han cambiado. Incluso en partidos como ayer con alineaciones de arte y ensayo, hemos dejado de ver las carencias para ver las cosas buenas. Servidor piensa que el partido de ayer era el partido de Koke. La lesión de Diego parece que le va a dotar de unos galones que parece haberse ganado pero que debe confirmar con algo más en cada partido. Koke tiene talento, da unos pases en profundidad por encima de la defensa que quitan el hipo, pero a veces se muestra algo acelerado. No ayudó ayer que no estuviera muy acompañado en la labor de creación porque ya se sabe que los jugadores como él son como los cabos de la guardia civil, funcionan mejor en pareja e incluso en batallón. Salió luego Arda y la cosa mejoró. Tenía un compañero con el que entenderse de esa manera en la que se entienden los que ven el fútbol a cámara lenta en sus cabezas. A pesar de que se le mira con cariño por ser de los nuestros, a Koke se le debe exigir más porque puede hacerlo. Esperemos que en el próximo partido lo ofrezca.  



Reaparecieron Arda y Silvio, nuestro niño burbuja. A este último no se le vio demasiado más allá de la prevención que provoca sacarle a la calle con estos fríos, no se vaya a constipar. Al primero se le vieron varios detalles de esos que él deja y una largura de pelo de líder de grupo británico de garage-rock, lo que no es poco. Juanfran estuvo raro de extremo o de interior o de lo que jugara, y, cómo son las cosas, se le echó de menos como lateral. Los centrales volvieron a estar firmes. Los laterales, cumplidores sin más, los mediocentros aseados y los rivales del Lazio al nivel de un equipo de madres ursulinas. Pero hoy nos vamos a fijar en los de delante. Primero vamos con lo bueno, con Adrián. Adrián demuestra en cada partido que es un jugador diferente. Hace cosas que los demás no llegan a imaginar pero cuando tiene que mirar a la portería siempre busca a algún compañero que finalice por él. Los hay que dicen en un alarde de maledicencia que casi mejor que no tenga tanto gol porque, en ese caso, nuestra rumbosa directiva ya le habría vendido al peor postor, cosa que no se descarta vaya a producirse aún sin tener el remate en las venas. Ahora vamos con Salvio. El que suscribe empieza a tener con Salvio la sensación de que está siendo injusto. Por más que intento buscar las virtudes que tanto glosan los comentaristas de Cuatro o Canal Plus, no las encuentro. Por más que intento comprender el por qué de la salida de Elías primero y de Diego Costa después como competidores por una plaza de expatriado, no consigo hacerlo. Si tuviera que destacar algo de su partido de ayer empezaría por un buen disparo al palo y algún que otro regatito que termina con la firma de la casa, resbalón o tropezón. Ya les digo, empiezo a plantearme seriamente si no estaré mirándole con manía de profesor de filosofía.

Partido de trámite, en definitiva. Partido que sirve para dosificar esfuerzos y minutos. Para hacer probaturas y ensayos casi generales. Que pase el siguiente, que será el Besitkas de Simao al que esperemos se reciba como merece. Está quedando resultona esta Europa League en la que ojalá podamos ilusionarnos a medida que pasan las rondas. Es bueno eso de tener los jueves ocupados en estos menesteres. Así, los viernes serán más viernes, para nosotros ¡Ay, los viernes!

lunes, 20 de febrero de 2012

Por ahí va...

Si le vieran salir de casa, ustedes dirían que parece un dandy de esos que ya es tan difícil de ver como una cigüeña en la ciudad. Si no fuera porque vive en una capital de provincias, podríamos pensar que estamos ante un lord inglés. Le queda como un guante la chaqueta entallada con esos cuadritos minúsculos. Nada en su aspecto parece dejado a la improvisación: el pico del pañuelo asomando en el balcón del bolsillo, el paraguas de mango lacado sobre el que apoya su noble anatomía, el bigotillo entrecano perfectamente cincelado. Su porte causa admiración cuando pasea por delante de la Diputación. Saluda a las damas y se lleva la mano a la cabeza echando de menos un bombín que completara su aspecto. "Por ahí va Don Lisardo", dicen sus vecinos con devoción cuando le ven pasar camino de algún recado.

Si ustedes se acercan a él mucho, a una distancia desaconsejada por el decoro y las buenas maneras, advertirán que la chaqueta de Don Lisardo se muestra rozada en codos, mangas y cuello. Detectarán que la punta de ese pañuelo que se muestra cerca del corazón es la única parte que no está raída. Si rompiera a llover, no podría abrir el paraguas para cobijarse porque hace tiempo que sus varillas sufren artritis por el paso de los años. Cuando el viento viene de la Serranía, Don Lisardo sigue caminando compuesto y estirado a pesar de que el frío se le mete en los tuétanos. Él finge que todo va bien, pero le gustaría tener un abrigo de paño nuevo que le calentara el alma. Le gustaría no tener que refugiarse en los soportales cuando hay tormenta y le gustaría poder sacar el pañuelo sin pudor cuando se le escapa una lagrimilla emocionada al recordar tiempos mejores. Aún así, sigue saliendo a la calle rezumando dignidad. "Por ahí va Don Lisardo", se oye de nuevo en la plaza mientras sus paisanos admiran sus andares elegantes.

Cuando llegó Simeone a nuestras vidas, venía con la etiqueta de entrenador defensivo y reservón. Afamados periodistas no demasiado inclinados a decir mamarrachadas le comparaban con Maguregui y, debido a eso, muchos no sabíamos qué porcentaje de su fichaje se debía a sus méritos como entrenador y qué porcentaje a su capacidad para apaciguar las revueltas aguas que dejó Manzano. Pasados ya un número significativo de partidos, podemos casi asegurar que, independientemente de su ascendente sobre la afición, estamos ante un entrenador que nos gusta. Diego Pablo ha sido capaz de devolvernos a un Atleti perdido en memorias que cada día fallan más. Nos ha devuelto el compromiso, el sacrificio, la identificación con un escudo maltratado con ligereza y se ha llevado para siempre las caras de sonrojo que nos asaltaban con demasiada frecuencia por ver lo que se veía. Su Atleti nos deja mono, nos deja ansias de ver más. Al que más y al que menos se le hizo largo el corto lapso de tiempo pasado entre el partido de Roma y el de ayer de Gijón. Donde antes había partidos demasiado seguidos ahora hay ganas de que el equipo juegue hasta el maratón de futbito organizado para celebrar las fiestas de la patrona del pueblo.



Ayer, Simeone se medía en batalla táctica con Clemente, entrenador al que se le comparó con ganas de molestar cuando el Cholo era un melón sin catar. Vaya por delante que a uno Clemente siempre le ha caído simpático. Por no esconderse en lo sencillo, por alimentar a un personaje excesivamente caricaturizado y por encararse con quien osara discutir que sacar a siete centrales en aquella alineación que debió entrar en el libro Guinness de los records no era una apuesta ofensiva. Por buscar diferencias, el aspecto de Simeone y el de Clemente difieren de manera clara: uno apuesta por su look de corbata estrecha y camisa almidonada que tan bien pegaría con una película de esas en las que se hacen negocios al borde de una piscina en la que chapotean alegremente señoritas con flotadores incorporados, otro, afronta su debut con el traje que se pondría para la comunión de su sobrino el vecino del quinto izquierda, ese terno que es un mero complemento del tomavistas que lleva asido en su mano derecha. Fuera de condicionantes estéticos, si la apuesta de ambos se basa en sacar el máximo rendimiento a sus plantillas, bienvenidos sean los parecidos. Harto anda uno de llevarse a la boca planteamientos y variantes revolucionarias de supuestos entrenadores con gran prosa y mejor prensa.

Desde su llegada, Simeone ha ido tapando con resultados y dignidad las rozaduras de una plantilla que, aunque vendida como mejorada y aumentada a principios de año, posee carencias estructurales de peso. Nunca oirán al Cholo quejarse de que le falta un interior derecho centroeuropeo o un central de barba poblada. Sus declaraciones han ido encaminadas siempre a subir la moral de su tropa y a mostrar su satisfacción por lo que tiene. Su encomiable discreción no debe distraernos de que, desde su llegada, salieron cuatro jugadores y no llegó más que uno, aunque fuera de rebote. La plantilla es corta, sí. Hasta ahora, las lesiones nos han tratado con respeto, pero el cansancio puede empezar a causar mella en los jugadores. Tras el tremendo partido de Roma, uno empieza a temer si la acumulación de partidos será un problema. Jugar jueves y domingo con la misma base será complicado por más que Simeone intente disimular la cortedad y la falta de fútbol del plantel. Quede claro que el partido de ayer debió ganarse por oportunidades. Quede claro que el Sporting no amenazó nuestra portería más que en ese gol con demasiados rebotes. Quede claro que, de haber estado Falcao algo más acertado en el remate, hubiéramos presenciado una victoria cómoda. Todos esos aspectos no son preocupantes a mi humilde entender. Lo, si no preocupante, si digno de tener en cuenta es que no hay alternativas en las zonas creativas. Ayer, después del cambio no demasiado comprensible de un Koke que fue de los mejores, sumado a la lesión de Diego y a la ausencia de Arda, faltó fútbol. El equipo lo intentó a empellones de pundonor capitaneados por Gabi y un Juanfran del que nos gustaría todo si se peinara de otra manera. Poco puede hacer Simeone ante eso, si acaso mirar al filial. Uno se imagina a Simeone mirando al banquillo deprimido cuando las circunstancias aconsejan cambios en la vanguardia. Ayer lo intentó buscando una variante de tres centrales, lo que habla bien de su ambición y de su cintura, pero mal de nuestro fondo de armario. Las casi únicas alternativas son Pizzi y Salvio, protagonistas de una versión actual y revisada del clásico chiste de si preferir susto o muerte. Permítanme un consejo, probemos a Fran Mérida. Tal vez, rodeado de jugadores como Diego, Koke, Arda y Adrián luzca algo más de lo que se ha visto hasta ahora. Puede ser que no sea lo que pensábamos cuando llegó, pero no deberíamos quedarnos con esa sensación de no haberlo probado.

Tres empates, tres. Probablemente inmerecidos y vencidos todos a los puntos. Pero empates al fin y al cabo que no deberían hacer menguar el crédito de la apuesta. Nos sigue dejando este Atleti ganas de ver más partidos. Contaremos los días hasta el próximo partido para ver a este equipo bien compuesto. Simeone ha conseguido dotarlo de una cierta elegancia, de una dignidad que proviene del esfuerzo. Aún así, si nos acercamos mucho a este equipo y rascamos con la uña del meñique, veremos que esconde muchas carencias que nos fueron vendidas como virtudes. A pesar de que el equipo marche erguido y saleroso, su abrigo tiene agujeros por los que se podría escapar el calor de la temporada. Cholo intentará que no se noten y hasta la fecha lo está consiguiendo. "Por ahí va el Atleti de Simeone", se escucha de nuevo en los mentideros balompédicos cuando ven a este equipo digno y comprometido. Por ahí va, a pesar de todo.  

viernes, 17 de febrero de 2012

Conquistando el Imperio

Sepan ustedes que para el artículo de hoy, uno tenía preparada una amarga diatriba sobre el enésimo ridículo realizado por nuestros indebidos mandatarios en la previa del partido. No solo se supera el listón del chusquerío en cada comparecencia o acto público, además se pretende tapar la miseria con más chistes de mal gusto, con más chanza mediocre del gracioso de la clase. Nada que ustedes no sepan. Pero un partido como el de ayer no merece una historia con medianías como protagonistas. Nunca. Centrémonos en lo realmente importante, en una actuación que nos ha llenado de orgullo. En un partido de los que dejan sonrisas dibujadas en la cara más tiempo del acostumbrado. Hablemos solo de ello. No puede ser de otra manera, no es justo maltratar un encuentro así colgándole ese sambenito…¡uy!, perdón, SamBenedicto.

Roma, capital del Imperio. Año MMXII d.c.

Roma, punto central del mundo antiguo. Cuna de un imperio que ocupaba casi todo el orbe conocido. Ciudad eterna. Villa donde se viste muy bien y se conduce malamente. Hasta allí se desplazaron los habitantes de una aldea tirando a ciudad, no de galos sino de íberos vestidos de rojo y de blanco, que se defienden ahora y, desgraciadamente no siempre, del invasor ayudándose de la poción mágica que un druida de corbata estrecha venido de más allá de Finisterre les administra por vía oral desde su llegada. Esta poción, como no podía ser de otra manera, les hace invencibles. Muchos se preguntan por la receta del brebaje que ha oficiado el impar cambio en los guerreros colchoneros, uno se aventura a pensar que la poción no consta más que de tres partes de ideas claras y una parte de confianza, así, sin más aderezos. Sin discursos de calzada romana estrecha ni sin las alharacas que normalmente adornan los discursos de los que no tienen la capacidad de hacer lo difícil sencillo. Nada más…y nada menos, claro.



Nuestros valientes íberos se presentaron en el circo romano a las siete de la tarde. Llegaron puntuales, cosa rara en el mundo antiguo. Normalmente, las escaramuzas se atrasaban o adelantaban como consecuencia de los problemas de interpretación de los relojes de sol o de arena. Imagínense qué tiempos: sin poder hacer una llamada perdida para que el otro ejército se prepare para el asedio, sin poder mandar un whatsapp para que los de la catapulta sincronicen sus lanzamientos de piedra rellena de plomo fundido, lo que les digo, un disparate. Aún así, los íberos se plantaron, gladium en mano, delante de la legión romana que les esperaba para batirse en lid de octavos de final. Empezaron las hostilidades con los habitantes de la aldea venida a más bien plantados para la batalla. Desnivelando desde los primeros compases la balanza a su favor. Llegando, combinando, mandando. Aún así, los romanos, gente organizada y reservona que tantas batallas ganaron a pesar de hacerlo de manera fea, pegaron primero. De casi churro y con esa suerte proverbial que tienen los del imperio en estos lances, pero cobraron ventaja. Al ver la dentellada, algunos pensaron que nuestros amigos quedarían contritos, ya que, desde que el druida llegó en buena hora a sus vidas, nunca recibieron golpe ninguno ni sufrieron baja. Salieron el druida y su segundo, aquel al que llaman el Mono, del chamizo situado en una de las siete colinas desde el que los observadores siguen las contiendas para pedir calma y animar a la tropa y casi se pierden en el camino de vuelta al banquillo de lo grande y espaciosa que era el área técnica.

Lejos de arrugarse, nuestros valientes se fueron a por el contrario. Le plantaron cara de manera desenvuelta. Cogieron el partido por los cuernos y, casi sin darnos cuenta, nivelaron la contienda. No se quedaron ahí, no. Continuaron con su asedio, más acusado en estos minutos y consiguieron una ventaja que no fue mayor por la llegada del descanso ¿Cómo? ¿Les extraña que en este tipo de batallas haya descanso? Pues claro, ¿qué pensaban? ¿Que el asedio de Numancia se hizo de un tirón? Nada de eso, el sindicato del legionario y la patronal de cohortes son muy estrictos en el cumplimiento de las paradas obligatorias en la lucha. De hecho, es una práctica muy generalizada el hermanamiento de los ejércitos en torno a una buena mesa en la que se degustan las viandas autóctonas. En el caso que nos ocupa, varios centuriones invitaron graciosamente a pizza, a macarrones de esos gordos en los que puede esconderse una berenjena y a esas bolas de arroz rebozado (a la romana, por supuesto) tan típicas de la zona que provocan singular estreñimiento en el turista o visitante.



Empezó la segunda parte del choque con los romanos más adelantados, un adelanto basado en empuje solo, no en talentos. Sus baldíos intentos morían ante la organización de nuestros gladiadores. Éstos paraban ataques y contraatacaban con fiereza. Fruto de uno de esos contraataques, las huestes rojiblancas hirieron de muerte al adversario dejando el partido sentenciado. Pudo ser más grande el castigo, pudo cebarse más un grupo de soldados al que da gusto ver desplegarse por el campo de batalla. Si no lo hicieron, fue porque tampoco queda elegante abusar de una escuadra que se bate en retirada consciente de su inferioridad. Ni la tan celebrada táctica de la tortuga hubiera valido ayer a los impotentes soldados imperiales.

No me gustaría dejarles tras contar este episodio que merecerá capítulos en los libros de historia de futuras reformas educativas sin destacar a esos humildes guerreros de una aldea de cuatro millones de habitantes, pero me parecería injusto hablar de unos y de otros no ¿Con quién nos quedaríamos? ¿Con unos centrales imperiales? ¿Con un lateral derecho que de pastor ha pasado a soldado de élite? ¿Con un mediocentro con brazalete de capitán que parece haber caído de pequeño en la marmita de una poción que le permite no parar de presionar? ¿Con un casi adolescente centrocampista que cada día mejora sus prestaciones y trae bajo el brazo promesas de muchos años de victorias? ¿Con un organizador genial que habla lusitano al que dan ganas de nacionalizarle como íbero de toda la vida? ¿Con un delantero de sangre celta que conoce como nadie los espacios y la generosidad en la batalla? ¿Con un gladiador caribeño con el que tendrán pesadillas varias generaciones de niños del imperio? Insisto, sería injusto por mi parte destacar a cualquiera por encima de otro. Lo que parecía una banda desharrapada se ha convertido en una máquina de guerra que esperemos sea recordada. Esperemos que las victorias no terminen, pero la crónica de sus hazañas debe hacerlo. Para terminar, una imagen: la del druida. Solo esboza una sonrisa contenida a pesar de haber puesto Roma a sus pies. Si pudiéramos le preguntaríamos por la detallada fórmula de su poción, pero él calla más que habla. Como debe ser.

lunes, 13 de febrero de 2012

Oportunidades perdidas

Como cada domingo, Ambrosio extendió la sábana raída que servía a la vez de escaparate y local al negocio de venta de variedades en una calle de las más aledañas a la periferia del Rastro. Como cada domingo, colocó con mimo la magra mercancía que pretendía expender guardando las distancias justas entre cada artículo, no más de tres dedos. Todas las jornadas acababan igual, recogiendo los mismos cachivaches para devolverlos al carrito de la compra que hacía las veces de almacén portátil para el stock de su ambulante empresa. Los mejores días, volvía con un elemento menos en el carro y con pocos euros en el bolsillo de su raído gabán. No era Ambrosio un vendedor devoto, ni mucho menos. Cuando algún transeúnte se encaprichaba de ese libro antiguo, él, antes de hablar de precios en los que medir el deseo de posesión del contrario, siempre interrogaba al cliente con maneras de comandante de puesto de guardia civil caminera:

– ¿Y qué uso le daría usted a este libro?

– Pues qué quiere que le diga. Lo quisiera acomodar en una estantería del living room. Con ese color de lomo tan bien conservado combinaría con la tapicería de mi butacón de brazos a las mil maravillas.

– Por favor, circule y no me haga perder más el tiempo –respondía alterado Ambrosio–. Sepa usted que este libro que para usted no es más que un complemento ornamental son las obras completas de Victor Hugo, faro y guía del romanticismo liberal. Ni por todo el oro del mundo permitiría servidor que esta edición en tapa dura y acabados en hilo de plata cayera en manos de un individuo de su pelaje. Usted sí que es un miserable y no los personajes que tan bien dibuja el autor en la obra que forma parte de esta antología del saber.

Así pasaba las mañanas dominicales Ambrosio. Increpando a todo aquel que osara acercarse a su callejero establecimiento. Tildando de frívolas a las damas y de alcornoques a los caballeros. Recorriendo árboles genealógicos de los interesados en algún ítem de su catálogo para afearles su irresponsable conducta. Por ahí no paso, no señor, decía siempre cuando algún compañero de comercio pretendía que relajara los modos en aras de cuadrar caja y llevarse una buena ración de caracoles en salsa al estómago.

Un día, el azar llevó delante del puesto de Ambrosio a una señora de perfil noble que se arrebujaba en un abrigo de pieles de calidad indiscutible. La señora, bien por snobismo o bien por estulticia, se interesó por la mercancía que ofertaba Ambrosio. La mujer supo responder a cada invectiva que le dedicó con saña nuestro protagonista saliendo airosa de cada prueba. Ese disco iba a formar parte de una colección cuidada de grandes clásicos del jazz progresivo, esa lámpara encontraría su último reposo sobre una mesilla de noche Luis XIV, aquel cuadro sería admirado por los clientes de un despacho de abogados de toga larga sito en la avenida más principal de un barrio de alcurnia. Ambrosio, por primera vez en su vida, quedó sin defensa para finiquitar la transacción de todo su género. La proximidad del cierre del trato hizo que vecinos de tenderete, modistillas que pasaban por allí y hasta carteristas de dedos largos se agolparan frente a la sábana expositora para ser testigos del histórico hito. Ya tenía la clienta un fajo de billetes que no cabía en sus cuidadas manos para dárselo a Ambrosio, ya su acompañante se disponía a agacharse para recoger los preciados artículos, ya todo parecía abocado a un final irremediable cuando Ambrosio, desoyendo una voz interior que le prometía un retiro en Torrevieja con el dinero que iba a recibir, formuló una última pregunta:

– Y usted, señora de mis entretelas, ¿con qué equipo simpatiza en lo que a cuestiones balompédicas se refiere?

– Pues mire, una no es muy de deportes de contacto y sudores, pero si tuviera que inclinarme por algún estandarte, sería sin duda por el del conjunto que pace Castellana arriba, que no en vano una fue mocita, madrileña y se tenía por risueña.

– No se hable más –cortó Ambrosio interponiéndose entre la sábana y el lacayo que pretendía recoger las culturales viandas–. Casi me la da usted con queso, señora, pero no ha nacido todavía quien engañe a Ambrosio Atalayas. Quítese de mi vista si no quiere que le espete lo que pienso de los de su condición, guarde usted su dinero, probablemente recaudado en desigual lid, y lleve usted tanta paz como deja en este establecimiento humilde pero de intachable moralidad. Mis pequeños tesoros solo pueden ser disfrutados por alguien que sienta la fe colchonera, no puede ser de otra manera.

Tras este episodio, volvió Ambrosio a sus costumbres, volvieron los clientes a salir espantados ante los epítetos que el singular tendero les dedicaba, volvieron los veranos en el pueblo en vez de en Torrevieja, volvió la sábana cada domingo a ser extendida en el pavimento y volvieron los vecinos de puesto a lamentarse por tantas oportunidades de venta, todas ellas perdidas.



Al igual que el protagonista de nuestra historia. La historia del partido del Atleti en Santander se puede resumir hablando de las oportunidades perdidas. También, al igual que Ambrosio, el equipo se dejó llevar por sus principios. Por esos principios que ha instaurado Simeone desde su llegada: la presión, la solidaridad, el compromiso, la seguridad defensiva y la eficiencia atacante. Ésta última, la eficiencia en el ataque, falló en Cantabria. Numerosas ocasiones creó el equipo en el mejor partido desde la llegada del Cholo. Todas y cada una de ellas acabaron muriendo en la madera, en el limbo o en los guantes de un portero al que los nuestros elevaron a los altares del racinguismo. No corrió en ningún momento peligro el crecimiento del minutaje que lleva el Atleti sin encajar un gol, si acaso alguna jugadita a balón parado resuelta con solvencia por el cedido belga y su defensa, esa que ha dejado de ser un fondo de inversión de riesgo para balones sueltos independientemente de quien la conforme.

Destacable el partido de Diego, que ayer salió con su mejor traje y que además de notable en movilidad y precisión, dedicó cinco minutos en los inicios de la segunda parte que merecieron el premio del gol o de ponerle su nombre a una rotonda ajardinada. No estuvieron mal tampoco Gabi en la presión, los laterales a la hora de sumarse al ataque y Arda, ése al que servidor mira con una debilidad especial, por ser algo contrahecho, talentoso y tener la pinta de ese amigo que todos tenemos que acaba cayendo antipático a madres y novias por informal y desahogado. Los delanteros no tuvieron su mejor día, bien es cierto que Adrián lo intentó proponiendo algo diferente, como siempre, pero a veces desconcierta su frialdad y esa estigmática, aunque a mi juicio exageradamente glosada, falta de gol. También es verdad que Falcao lucha, pelea y se faja como el que más, pero a un delantero de su caché se le debe pedir más finura a la hora de la definición. Entre los dos tuvieron ayer algunas de esas ocasiones que ponían a Fernando VII y no a Felipe II, como dicen algunos. A estas alturas de la película, los más y los menos ya sabrán que los delanteros son muy de rachas, como los vientos de componente sur, y hay días que están negados. Sirva este prefacio para apuntar de nuevo hacia una de las grandes mentiras de esta temporada: la mejoría de la plantilla en su globalidad. En días como estos, uno echa de menos a un Sabas, a un Negro Cabrera o a un Biagini. A alguien capaz de cambiar guiones o, simplemente, a un delantero más. Casi ya no se pide que ese delantero pueda ser o no un revulsivo. Si no fuera mucho pedir, nos conformaríamos con que hubiera uno solo más, aunque fuera bajito, calvo y pronunciara las erres con frenillo. Pero ya saben ustedes que no lo hay por mucho que la corrupta gerencia, sus satélites y los palmeros habituales del régimen hablen de completitud de plantillas y de objetivos grandilocuentes. Todos rezamos para que no se produzcan lesiones o sanciones y nos tenemos que tragar ese sapo de que Salvio o Pizzi pueden ser los revulsivos del equipo sin evitar que los más maledicentes quieran cambiar una v por una p al calificarlos.

Sin más ganas de extenderme, les voy a dejar con Ambrosio, ese atlético tan peculiar al que ya casi todos hemos cogido cariño. Más que nada para que cierre este artículo con la brillantez que a mí me faltaría.

Cuando el helador aliento del viento seguía azotando las aceras vacías sin firmar treguas y los viandantes todavía no habían tomado posesión de las calles que nacían en la Plaza de Cascorro, Serafina, vendedora ambulante que compartía espacio y sentimientos rojiblancos con Ambrosio se acercó al lugar en el que éste último ejercía su ministerio mercantil para preguntarle sobre sus impresiones sobre el partido del Atleti de la pasada tarde. Ambrosio esperó unos instantes, como hacía siempre antes de decir algo importante…

– Mira Serafina, el deporte rey y las matemáticas aplicadas están llenos de teoremas con unos condicionantes. En las lides futbolísticas, para llegar a buen puerto, mantener la portería a cero es condición necesaria pero no siempre suficiente. Dicho lo cual, si de despliegue de artes escénicas de borceguí hablamos, uno no puede dejar de mostrarse esperanzado ante el partido de nuestro equipo y pronostica que pocos se escaparán si se mantienen esas formas, aunque bien es verdad que yo hubiera sacado a Koke cuando se lesionó Tiago dadas las características del rival. 

miércoles, 8 de febrero de 2012

Historia de una piedra

Filomena no es una piedra como las demás. Ella salió de la cantera, que es de donde salen las piedras que no son extraídas a golpe de talonario y comisión. Fue destetada de su madre, una veta de muy buena familia, a base de barreno y pronto empezó a prepararse en academias privadas a donde acuden las piedras para pulirse. No sembró en su camino grandes amistades, “es fría y dura”, decían sus compañeras de clase. “Tiene una personalidad llena de aristas”, opinaba la jefa de estudios del centro, una roca basáltica con mucho mundo. Ella, desde muy joven se había fijado una meta, un objetivo claro: ser una piedra famosa. Ser parte de algo importante. Ser como esos antepasados de los que sus mayores contaban historias en las noches calurosas de verano, esos tatarabuelos que formaron parte de una pirámide o de un acueducto romano. Ser especial y recordada.

Un día, hace ya algunos años, Filomena hojeaba el periódico, que no en vano las piedras no tienen tantos problemas con el papel como con las tijeras a pesar de lo que se diga, cuando vio una noticia que la dejó impactada. Iban a comenzar las obras de un nuevo estadio para el Atlético de Madrid. Sería un estadio de muchas estrellas, de techos retráctiles y pistas de atletismo de quita y pon, el sueño de cualquier piedra. Filomena se esforzó mucho más en su preparación, aspiraba a ser elegida como primera piedra de la construcción del nuevo coliseo rojiblanco. Decía que no a las invitaciones de su prima, la que opositó para piedra pómez, cuando le proponía en un alarde de deformación profesional que si le apetecía catar unos callos. Prácticamente no salía de su habitación. Estudiaba protocolo y buenas maneras, hacía ejercicio diariamente y se ponía cremas correctoras si tras una mala noche aparecía un granito en su cutis de granito, valga la redundancia. Todo lo hacía para ser la mejor de las piedras que pudiera postularse para el puesto. Solo se permitía mínimas treguas en su exigente entrenamiento para visualizar cómo sería la ceremonia en la que ella sería protagonista. Se veía a sí misma protegida por una urna forrada en celofán, notaba el cariño con el que era depositada, sentía los aplausos de la concurrencia, se emocionaba pensando en cómo la banda de música se lanzaría a interpretar Suspiros de España o el Gato Montés, esos pasodobles que ablandan cualquier corazón por muy pétreo que sea, como decía su madre geológica, imaginaba el corte de la cinta por parte de esos dos señores tan amables: el del pelo sospechosamente tupido y el de la nariz curva. Soñaba, en fin. Y vivía sólo pensando en hacer realidad ese sueño.



Han pasado los años. Filomena ya no es una piedra joven. El paso del tiempo se nota en su superficie mucho más redondeada y en una expresión nostálgica que esconde sueños sin realizar. La erosión ha mellado sus bordes y sus ilusiones a partes iguales. Aún así, hace unos meses escuchó con emoción la reactivación del proyecto de la Peineta. Retomó su espartana preparación engañándose a sí misma al pensar que todavía estaba a tiempo de ser elegida como primera piedra titular por delante de todas esas piedras jovencitas que todavía conservan las esquirlas de la mocedad. No hizo caso de los agoreros presagios de sus amigos los cantos rodados que trabajan a la orilla del río: “Yo creo que no se van a mover de aquí Filomena. Van a seguir al lado del Manzanares por muy soterrado que esté”. Ella seguía haciendo oídos sordos. A ella no podía pasarle. A ella no. Ella había dedicado toda su vida a prepararse para tan magno momento. Ella había depositado sus esperanzas en las diferentes fechas de construcción y mudanza. Ella seguía creyendo en excavadoras que trabajan a toda máquina para dejar bien liso el terreno donde ella descansaría para la posteridad.

La semana pasada, una justa sentencia arruinó las pocas esperanzas que atesoraba Filomena. Esa misma noche, Filomena se fragmentó en su cuarto. Todas sus ilusiones se convirtieron en areniscas y su alma se quedó prendida de un mínimo guijarro. Ustedes y yo, que no queremos movernos de nuestro estadio actual y que nunca nos hemos fiado de oscuros planes ni de sospechosas maquetas, nos lo esperábamos y reaccionamos con alborozo ante la noticia. Aún así, debemos reparar en la decepción de otros como Filomena que, incomprensiblemente, han depositado su confianza en quien no la merece. Probablemente, como a esa piedra a la que ya casi hemos cogido cariño, les falte información o les sobre credulidad. Reconozco que casi les miro con compasión. Más tarde o más temprano, todos sufrimos reveses de este tipo y nos acabamos dando cuenta de con quién nos estamos jugando los cuartos. A todos nos ha ocurrido. Y aquellos que digan que nunca les ha pasado, que tiren la primera piedra. 

lunes, 6 de febrero de 2012

De sensaciones térmicas y poca memoria

Dicen los que saben de psicología que no tenemos memoria a largo plazo cuando del clima hablamos. Dicen que el ser humano repite cada invierno el mismo mantra: “Los fríos de este año son muy malos, nunca en 57 años he visto nada así”, faltando a la verdad desnuda de las estadísticas que revelan que hace un par de años hizo más frío que ahora. Tal vez ayuden a esa amnesia climatológica la pléyade de términos de nuevo cuño que manejan los aseados hombres y mujeres del tiempo. La audiencia tardó un tiempo apreciable en asumir que cuando a nuestros dominios se acerca una A mayúscula y grandota, eso es que viene calor, y que cuando lo que viene es una B barriguda y azulona, es que más vale sacar la chaqueta de cuello vuelto. Ahora, el pueblo llano introduce en su vocabulario con soltura de becario conceptos como humedades relativas, nubosidades de evolución y brumas matinales en los valles fluviales, cambiando con ello las tradicionales comparaciones basadas en la altura de vuelo del grajo y la consiguiente predicción de fríos sostenidos, más comúnmente llamados del carajo, con perdón. Aún así, el último grito en meteorología es la sensación térmica. A ustedes y a mí, cuando nos hablan de sensaciones nos vienen a la memoria ese técnico de ojera perpetua y jersey de cuello de pico con mucha más palabrería que trabajo táctico, pero no, no van por ahí los tiros (aunque los mereciera). La sensación térmica es el perfecto comodín para indicar que puedes tener frío aún a treinta grados. La sensación térmica explica el por qué ese jubilado gijonés se baña en la playa de San Lorenzo en enero aunque caigan chuzos de punta y sale ufano del agua mirando por encima del hombro al resto de la parroquia a los que tilda de blanditos. La sensación térmica aclara sin discusión las razones para llamar, en plena canícula, fresca a la vecina del tercero atendiendo a la superficie de tela de su vestido. Será por cosas como esta, la de la sensación térmica, que no se acaban de entender del todo por lo que la gente solo se acuerda del calor asfixiante cuando lo padece, del frío cuando le pican los sabañones y de Santa Bárbara cuando truena. Lo dicho, poca memoria.



En medio de una ola siberiana aderezada con vientos que ponen en aprietos a señoras con tocado y cooperadores con peluquín, el Atleti afrontaba el partido con el Valencia con una sensación térmica completamente distinta. En el interior había calor, un calor que emana de una ilusión recobrada aunque todavía endeble en su base. Animados por ese calor interior y pertrechados de petaca rellena de espirituoso y manta zamorana, muchos valientes se acercaron al estadio para ver a este equipo resucitado. Hasta la fecha, el Lázaro rojiblanco se las había visto con equipos de menor enjundia que los chés y era una oportunidad pintiparada para conocer la auténtica medida de la mejoría y engancharse con asiento propio al tren de los de arriba. El partido salió según lo esperado, dos contendientes de altas presiones, de luchas borrascosas en la zona ancha y de abrigadas zagas. Intercambio de golpes sin bajar guardias en ningún momento. Calores que se concentran en los cuerpos a base de pescozones, choques fortuitos y gallardía en la disputa del balón dividido.

Si de hablar de los nuestros se trata, desde la llegada de Simeone ha tornado en más difícil señalar, para bien o para mal, el juego de alguno. El mapa significativo que el Cholo plantea un buen tiempo generalizado en todas las zonas. Notable de nuevo la defensa, con un Miranda solvente a la hora de capear la marejada de ese delantero al que andan empeñados algunos en señalar como brillante por venir de donde viene, con un Juanfran que ayer aguantó el temporal de manera notable, con un Filipe que ha dejado atrás su congénita tibieza y con un Godín al que nunca le pitaron una falta en contra en la que acabara como si un tornado hubiera pasado sobre él.

Nubes y claros en el centro del campo. Claros en el trabajo, en la recuperación y en la presión. Nubes que encapotan a la hora de crear y de surtir de balones a los de arriba. A destacar el despliegue de Gabi y el compromiso de Arda, a mejorar la temperatura de Tiago, superado en ciertas fases por el choque y el conservadurismo de Diego a la hora de abusar del pase horizontal en vez del racheado, que es el pase que suele dejar heladas a las defensas. Arriba, Falcao y Adrián pelearon y ayer no acertaron, pudiera ser por el frío, que ya saben ustedes que los delanteros son muy de sensaciones, térmicas o no, y de rachas, como los aires que nos vienen de la estepa siberiana.

Queda en el ambiente una sensación térmica de frío ante las expectativas que se habían depositado en el partido, pero es un frío cercano, amigable, tal vez sea solo fresquito. Nada que ver con esas otras sensaciones que demasiadas veces hemos tenido, la de escalofríos por lo que habíamos presenciado. La de no ver romper a sudar a los nuestros incluso en días de sofocos y sangrías con su melocotón flotando en la superficie. La de atisbar un juego que, si llega, es a ráfagas de viento cortante. Ahora se ve otro carácter. Se ve una mejoría generalizada y un ascenso en los termómetros de la ilusión del personal. Probablemente se trate de un ascenso que se refleje en la tabla clasificatoria de manera menos fulminante a la que se esperaba antes del encuentro, donde quien más y quien menos sacaba calculadoras para certificar el acceso a la zona más caldeada, pero la recuperación existe. Reconociendo esta bonanza meteorológica, no se debe dejar de buscar en la generalizada poca memoria para reparar en la sequía del terreno que pisamos. Un terreno yermo en el que no se cumple ninguno de los pronósticos de los dos hechiceros prescritos que prometen vergeles y dejan desiertos. Seguro que, ahora que gracias a esos que mediante señales de humo denuncian sus atropellos, sus siguientes tropelías parecen torcerse, predecirán soles de justicia y hasta microclima para la Peineta. No hace falta que les diga que, cuando estos hombres del tiempo dicen eso, tengan el paraguas bien a mano. Es cuestión de sensaciones…aunque no sean térmicas.

jueves, 2 de febrero de 2012

Apropiadores indebidos por el mundo

De un tiempo a esta parte, cuando uno sale al extranjero con el ánimo de desasnarse o de hacerlo un poquito más si cabe, no es raro darse de bruces con una cámara patria buscando al acecho presas que sirvan de relleno a todo tipo de programas que tiran por tierra el mito de Juanito Valderrama y su sentida oda al emigrante. Se buscan extremeños, madrileños y hasta egabrenses por el mundo. Se buscan felices retoños del mestizaje que, aún luciendo un rubio schusteriano casi albino, hablan con acusado acento manchego. Se buscan familias interraciales que sobrellevan el choque cultural a base de ejecutar con precisión de aborigen la jota turolense en horario de tarde.

La mecánica del programa es simple. Un compatriota expatriado glosa las bonanzas de alejarse de la piel de toro y sus archipiélagos mientras pone los dientes largos a la concurrencia hablando de sueldos astronómicos, de estrecheces en las jornadas laborales y hasta de cómo los servicios estatales ofrecen que un señor con plaza interina te venga a rascar la espalda si se tercia un picor localizado en esa zona de la paletilla de tan difícil acceso. Ninguno habla de impuestos altos, ninguno habla de días cortos y noches eternas. Ninguno se acuerda de calores pegajosos ni de fríos inimaginables. Ninguno aclara que los mosquitos tienen tamaño de croqueta casera. Todos casaron bien. Todos tienen una piscina privada en la que se bañan los niños y un perro que no suelta pelo “¿Qué echáis de menos de España?”, se suele preguntar al final del reportaje. “Las tapas y la familia”, contestan. Normalmente en ese orden. Se rumorea que el mundo empieza a quedarse corto. No deben quedar ya países que visitar ni tanto autóctono desperdigado por extrañas geografías. Antes de buscar contenidos fuera de la atmósfera, algo que llegará, los avispados guionistas plantean imaginativas fórmulas para seguir estirando el chicle en base a la diferenciación: riojanos bizcos por el mundo, profesoras de taichí lucenses por el mundo o, ¿por qué no?, apropiadores indebidos por el mundo.



Cuando el apropiador indebido sale de España, lo hace a lo grande. Visita lejanos países con el ánimo de vender un producto que le quitan de las manos. Cada salida promete beneficios que nunca acaban de reflejarse. El apropiador se enfrenta con hidalguía al jet lag y no rehúye ninguna posibilidad de negocio: lo mismo oferta poner el nombre de un empresario birmano hecho a sí mismo al estadio que te da de alta en una alianza estratégica con contrato de permanencia. Pasea con la marca de la mano y cualquier día se trae en la maleta un mediapunta con vocación de souvenir del lejano oriente. Otras veces, dicen que sus estadías allende nuestras fronteras son el inminente preludio de una venta de la sociedad, como si alguien pudiera creer que habrá excéntrico millonario que pique comprando la destartalada institución con bicho dentro. Promesas de inversiones futuras, patrocinadores con logotipos que llenarán la sagrada camiseta: Líneas aéreas turcas, grupos petroleros de Qatar… Todos se rifaban el espacio entre ombligo y tetilla de nuestros jugadores, todos pujaban con dinero del Monopoly. Al final, lo único que aparece es esa empresa con nombre de cafetería de barrio montada por Donato y su mujer Encarna: Doyen.

Cada vez que el apropiador coge el pasaporte, las redacciones echan humo. “Ahora sí”, dicen algunos. Ahora volverá con sombrero de indiano y encendiendo los puros con billetes morados. Esta vez vendrá del brazo de un jeque, con chilaba y todo, que fichará como si no hubiese un mañana y que hasta solucionará el problema del paro estatal. El final siempre es el mismo. Un regreso con la maleta llena de vacías palabras. Nada más. “¿Qué echas de menos de Madrid?”, se le pregunta al apropiador por el mundo al final del reportaje. “La M-30. Circunvalaciones hay muchas, pero como la de tu tierra, no hay ninguna que se ponga”, responde con la mirada húmeda de nostalgia.