Corría el mes de mayo del año 2007. La primavera anunciaba un verano caluroso, como de costumbre. Un Atleti en constante reconstrucción se enfrentaba al mismo rival al que se enfrentó ayer. Durante los días previos, supuestos adalides rojiblancos de rumor de pasillo y de agradecido canapé a los prescritos, apostaban y alentaban una derrota para fastidiar al equipo de las mocitas. Casi daba igual que nuestro equipo se estuviera jugando una plaza de UEFA, lo importante eran los diez minutos de consuelo del tonto de los que se podrían disfrutar. Las encuestas arrojaban resultados preocupantes, una gran parte de los aficionados preferían perder y rebozarse en la inferioridad antes que plantar cara como siempre se hizo. Uno miraba extrañado a los que siempre había considerado sus iguales. Extrañado y hasta algo avergonzado.
El partido fue triste, muy triste. Ridículo y vergonzoso a partes iguales. Como consecuencia del jaleado hundimiento, el mayor símbolo atlético de los últimos tiempos vio cómo sobre el vaso de su encomiable paciencia caía la gota que lo colmaba. Asumió que debía alejarse con dolor de semejante mediocridad. Él, que es uno de los buenos y de los nuestros, sintió como una puñalada cada uno de los celebrados goles. No fue la única consecuencia del desastre: un portero joven acabó señalado y hasta fue diana de chuflas y chistes, una pareja de centrales de chiste y chufla corroboraron lo que pensábamos de ellos, casi nadie se salvó del despropósito. Solamente se salvó él. Ése que ese día tomó la difícil decisión de cambiar de aires, el único que obligaba a los demás a respetar el escudo que para muchos era un adorno en el pectoral. Ése que tanto nos dio y al que, hasta hoy en día, tenemos que seguir reivindicando cuando ha demostrado todo lo demostrable. Todo por ser de los buenos y de los nuestros.
Éste que suscribe se acercó al bar de la esquina de su calle. Ése que tenía una pantalla gigante recién comprada en la que daba gusto ver el fútbol. Llegó con tiempo y se encontró el local lleno de aficionados del equipo ese que reparte señorío en las tibias rivales terminando de ver el partido de los suyos. No se fueron como otras veces tras el pitido final llevando tanta paz como dejaban. Se acercaron a la barra pero no para saldar cuentas sino para pedir otra ronda. Se iban a quedar para mostrar un apoyo interesado a los de rojo y blanco. Un apoyo que se podían haber metido allá de donde los pepinos amargan, la verdad. Debido a este ataque de fraternidad ciudadana panmadrileña, éste que les habla tuvo que buscar espacios libres al lado de un extintor. Al otro lado del mismo, un señor de Cáceres, colchonero de pro, buscaba postura para ver el partido sin forzar el cuello más de lo necesario. Los goles fueron cayendo, los seguidores del equipo en el que militaba Jose Antonio Reyes, ese hombre que celebra todos y cada uno de sus goles a base de beso en el escudo, empezaron a glosar lo tuercebotas que eran los que jugaban contra sus transmesetarios rivales y un nutrido grupo de supuestos atléticos empezaron a celebrar los goles recibidos con alegría de chupinazo en fiestas patronales para llevar la contraria. Quedaban todavía veinte o quizás treinta minutos, la cámara enfocó a Fernando Torres y se le vio decepcionado pero sobre todo harto. Miraba alrededor y no reconocía ninguno de los valores con los que había crecido. Miraba y solo veía rendición y brazos caídos. Vio y vimos un Atleti arrodillado y orgulloso de estarlo. Esa cara del Niño la tenemos clavada muchos en el alma. De repente, servidor de ustedes cruzó una mirada con ese señor de Cáceres al que el azar y una pantalla gigante habían convertido en compañero de fatigas y, tras un gesto de asentimiento, ambos dos salimos a la calle dejando atrás una orgía de gritos de los que deberían estar callados y de alabanzas a Manolete y a otros líderes de masas que promulgaron la virtud del dejarse ganar. “Un placer haber compartido sostén de extintor con usted. Le dejo, que me queda un trecho hasta llegar a Cáceres”, dijo el cercano desconocido. Nos dimos la mano y nos despedimos sin tener el detalle de compartir nuestros nombres. Éste que suscribe no ha vuelto a bajar a ese bar, a pesar de que despachaba unas meritorias migas con torreznos como tapa de domingo por la mañana. Manías que tiene uno. Si lo hiciera, pensaría que estoy traicionando a ese señor de Cáceres, porque él, como muchos otros, era de los buenos. De los nuestros.
Dos caras bien diferenciadas mostró el Atleti en el partido de ayer. La primera de ellas fue ordenada, obediente y solidaria. Durante los primeros cuarenta y cinco minutos, los de Simeone jugaron a no recibir golpes. Agazapados atrás, se lanzaban a un contraataque demasiado precipitado que no dejaba más de tres pases seguidos en la mayoría de las ocasiones. Tampoco llegaba el equipo del novio de la intérprete del Waka-Waka con demasiada claridad a las inmediaciones de nuestro cedido belga, no crean, si acaso, una falta al borde del área a la que respondió bien Courtois y poco más. Los unos se aferraban a ese fútbol que de tan barroco es a veces cansino y los otros achicaban a base de patadón y búsqueda de segunda jugada. El choque se dibujaba en base al no errar en defensa de los nuestros, pero el fallo llegó y se materializó en gol por querer bascular demasiado ante el avance de la estrella rival.
Llegó el descanso y nos quedamos clavados en nuestros asientos allá donde estuviéramos. Teníamos dudas. Nadábamos en ellas sin saber si lo hacíamos a estilo de braza elegante o de perrito ansioso. Dudas de si el planteamiento era de una cobardía osada o de una valentía temerosa. Dudas de si lo visto era una vía para meter mano al equipo entrenado por el oráculo de la intelectualidad. Dudas de si habría capacidad o aptitudes para cambiar el guión. Dudas de si al bocadillo de tortilla le habíamos añadido los pimientos fritos que sobraron de la cena de ayer. Dudas de si las vejigas y las próstatas aguantarían sin ir al baño hasta el final del partido de lo clavados que estábamos a los asientos.
Empezó la segunda parte y las dudas se disiparon. Se disiparon con un gol pero sobre todo se disiparon al mirar las caras de los nuestros. Caras que reflejaban bravura y fiereza. Caras de tener claro qué camiseta llevaban y por qué tenían que entrar como entraban a disputar balones divididos. Fueron minutos que nos permitieron soñar. Soñar con llevarnos el partido y con esa paridad que antes teníamos con los de arriba de la tabla. Dos veces, dos, Adrián y Falcao pudieron plantarse mano a mano con el portero enemigo. Dos veces, dos, el asistente de línea se equivocó a favor de los intereses de uno de los dos a favor de quien se suelen equivocar. El rival estaba tocado. La afición jaleaba corners, alardes en la presión, cruces elegantes y suertes tan sutiles como esa que domina Arda como nadie, la de tirarse a ras de césped para robar el balón arrastrando su bizantina pierna derecha. Nos mirábamos unos a los otros y asentimos comprendiendo que éste Atleti ya no genera ninguna duda. Puede plantear los partidos de una u otra manera, pero nunca bajará los brazos. Nunca valorará una rendición que en otros tiempos era recibida por algunos con algarabía. Fue un Atleti valiente. Tocado con esa ingenuidad que tienen los valientes para perder la vida con una bala suelta o en una barrera sin pedir distancia. Oirán hoy a algunos disertar sobre el remar para morir a la orilla, benditos remares esos que te permiten creer en llegar a la playa del triunfo, posiblemente muerto, pero con una sonrisa trazada en el rostro. Benditos los porteros que suben a rematar corners con ambición. Benditos los calambres en los gemelos y benditos los que terminan los partidos boqueando para aprovechar la última molécula de oxígeno.
Puede que un día de estos baje al bar de la esquina de mi calle otra vez. Lo mismo no lo hago en día de partido que para eso ya lo ve uno en casa desde que comprendió que iba a ahorrar dinero y sobre todo disgustos. Lo mismo aprovecho un día cualquiera y me pido un café con leche corto de café y pido que me cambien al azúcar por sacarina. Lo mismo miro al extintor y me acuerdo de un señor de Cáceres que era de los buenos. Lo mismo me creo que nunca más veremos en nadie más la cara que vimos a Fernando Torres en aquella noche de mayo. Lo mismo volvemos a recuperar un orgullo que nos han ido arrebatando a dentelladas y por el que nosotros mismos tampoco hemos luchado como debíamos. Lo mismo es posible morir de pie, como ayer, por ejemplo.