lunes, 29 de abril de 2013

Teoría aplicada de derbys


Al igual que en la anterior cita en el Calderón fueron los niños los que acompañaron a sus padres, a sus madres, a sus abuelos, esta vez también la parroquia rojiblanca se acercó a la Ribera del Manzanares en compañía. No fueron ayer esos pequeños atléticos con chupete y coletas los que iban agarrados de las manos de sus mayores, no, ayer el estadio y sus aledaños se llenaron de atléticos que llevaban de la mano muchas y variadas teorías. Las había de todo tipo, unas regordetas y con mofletes pronunciados y algunas otras raquíticas y casi insostenibles. Las había que vaticinaban el fin de una era y hasta otras que vaticinaban el fin de los días tal y como los conocemos. Las había rubias y morenas, altas y bajas, feas y guapas y hasta hubo una muy celebrada sobre el beber antes de entrar al campo todo lo posible para evitar la subida de impuestos indirectos, que para aquel no versado en la materia son los impuestos en los que el colegiado o el inspector de hacienda eleva su mano antes de sacar el golpe franco y no puede ser jugado directamente a portería so pena de anulación del borrador de la declaración e inspección fiscal.

La más repetida de todas las teorías que revoloteaban ayer por bares y centros de reunión colchoneros era una que se mostraba bien criada, casi cebada con el paso de los días. Decía dicha teoría que era mejor no ganar al eterno rival en el choque de ayer, no fuera a ser que éste se enfadara por el desplante y acudiera a la final de Copa herido en el orgullo. Exponía ésta teoría su esencia mientras degustaba un gintonic acodada en la barra de una cafetería de solera del Paseo de Pontones y hasta hubo alguno que la abrazó con profusión, justo hasta el momento que Don Servando, un aficionado que se había metido entre pecho y espalda casi quinientos kilómetros de autocar para ver a su Atleti romper la infame racha, la tiró por tierra entre los gestos de asentimiento del resto de parroquianos, algo avergonzados por haberla llegado a sopesar siquiera. Quedó esta teoría abandonada entre servilletas de papel arrugadas y cáscaras de cacahuete mientras todos los que la habían traído de casa miraban para otro lado negando que ellos la hubieran podido adoptar en ningún momento.


Surgió entonces, algo oportunista tal vez, la teoría de que ya era hora de que las tornas cambiaran. De que ocasión más propicia que la de encontrarse con un rival totalmente borussizado, pendiente de otras batallas o de sacar espíritus de no sé qué armario en la que dicho rival guarda ese tipo de cachivaches, no se iba a dar. Esta teoría, que había llegado en metro algo empequeñecida y arrugada, fue creciendo hasta mostrarse lozana y sanota a medida que se acercaba la hora del pitido inicial y la afición, alentada por el contacto con sus iguales, la elevó a niveles de teorema y de verdad absoluta como la de que va a llegar un día en la que los Alcántara nos adelantarán en el tiempo y Cuéntame se convertirá en una serie futurista y visionaria tras haber sido una serie preñada de nostalgias con olor a naftalina. Así, con esa teoría como adalid, ingresó la masa atlética en el estadio con ánimo de ocupar su localidad con medio culo fuera de la misma para que se acomodara también la teoría elegida en el mismo asiento salvo en los casos en los que esto fue imposible por un tema de volumen de trasero, contingencia que fue solucionada mandando a las teorías de los abonados más hermosos a las escaleras que conducían a los vomitorios de salida, desde donde vieron todas juntitas cómo salían los equipos al césped.




Con la afición aplaudiendo a los nuestros y las teorías chillando como adolescentes con la cara pintada, uno vio la alineación del contrario y reparó en que tenía pinta de alineación de partido de verano, de alineación alienada, lo que provocó regocijo y trabaduras de lengua a partes iguales. Rodó el balón y se pusieron los nuestros el traje de derby: presionando, achuchando y sin buscar tregua. Fruto de este empuje inicial llegó un gol que llenó de esperanza a la grada y de desasosiego a muchas de las teorías más inmovilistas, aquellas que peroraban sobre la imposibilidad de romper el mal fario en lo que a estos choques se refiere. Miren por donde que, a pesar del tempranero gol y de la ocasión pintiparada que se presentaba, nuestro Atleti empezó a hacerse eco de esas teorías tan conservadoras que toman como referencia lo de mejor pájaro en mano que ciento volando y se amilanó. Se vio el equipo por delante con una infinidad de minutos por consumir y se vino abajo. Vaya por delante que el rival llevó el partido a donde quería, al rifirrafe y la disputa menos noble, algo que ya se atisbaba viendo la declaración de intenciones que supuso que su capitán y cerebro en la distribución fuera ese jugador con tendencia a la patada en la espalda del contrario postrado.


Empató el rival casi sin querer pero con la ayuda de un Juanfran del que cada vez se entienden menos cosas más allá de su peinado, que siempre ha sido indescifrable, y el partido se enfangó en tarjetas, faltas y pelotazos rifados al aire. Fue justo entonces cuando una de las teorías que más agazapadas había estado hasta entonces se levantó de la localidad que ocupaba en la tribuna de preferencia y empezó a dar voces de manera alocada: “Os lo dije. Es imposible ganarles. Siempre pasa algo”. La teoría, vestida totalmente de negro y maquillada con ojeras para la ocasión, es una de esas teorías tan pesimistas que siempre sobrevuelan cual buitres al ganado este tipo de citas. A pesar de su aspecto desmejorado, hubo muchos que dieron credibilidad a la misma, que ya se sabe que es mejor echar la culpa a los hados o el empedrado en vez de analizar la crisis de juego y tal vez de fe que asola a los nuestros en las últimas fechas.


Aún así, no fue ésta la única teoría que triunfó entre la atónita afición atlética, no. La impotencia del equipo para crear peligro y acciones de gol, sumado al segundo gol del rival, hizo aflorar un cabreo importante en gran parte de los nuestros. Cabreos proverbiales. Cabreos tan pronunciados que alcanzaron el nivel de teoría fea, contrahecha y desdentada. La teoría del cabreo se instaló en los corazones de los de rojo y blanco a partir de ese momento y hasta el día de hoy no ha habido manera de sacársela de encima. A pesar de ese cabreo tan mayúsculo, muchos reconocen que detrás de todas las teorías que poblaron la grada del Calderón lo que queda es mucho de desilusión por la oportunidad perdida y gran parte de prevención por lo que pueda acarrear la final de Copa. Uno tiene la teoría de que un equipo al que no sobra la calidad queda totalmente desvestido si prescinde de la actitud. Esa actitud que nos ha traído a donde estamos en esta temporada se está mostrando más esquiva que de costumbre en los últimos choques y casi ni apareció el sábado pasado. Preocupante, cuando menos.


Se dispersaba la afición camino de sus casas una vez concluido el encuentro. Cada aficionado atlético llevaba de la mano a una teoría muy distinta de esas otras con las que llegaron al estadio. La mayoría había cambiado teorías ilusionantes, bravuconas e incluso peregrinas por teorías agoreras, llenas de nubarrones y de pesimismo. Intentaba el sufrido seguidor cambiar de tema, hablar de otras cosas para no tener que mirar la fea cara de la teoría que llevaba pegada al lado. Se hablaba del tiempo tan cambiante, de teorías sobre el calentamiento global y sobre el cambio climático. Se hablaba de cualquier cosa con tal de engañar al frío que reinaba por dentro y por fuera de los cuerpos. Se discutía incluso sobre teorías apocalípticas, sobre que cualquier día de estos nos cae encima un meteorito y nos manda a freír espárragos a todos sin la alegría de haber metido mano al equipo de las mocitas desde hace demasiado tiempo. Fue entonces cuando Don Servando, sentado en la primera fila de un autocar que devolvía a un grupo de atléticos a sus casas, tiró por tierra cualquier teoría alusiva al fin del mundo aduciendo muy convencido que el día que esto se irá al carajo será en el que un chino entre a comprar a una tienda de chinos y que nos daremos cuenta porque oiremos un crack muy gordo que hará derretirse los polos fulminantemente para convertir a Sigüenza en pueblo costero con sus chiringuitos, sus encargados de tumbonas y todo lo demás. Pero que de momento, eso no va a ocurrir a corto plazo. Al menos hasta finales de mayo. Antes tenemos que ganar una final más allá de cualquier teoría. 

martes, 16 de abril de 2013

Imágenes de un futuro en rojo y blanco


Estuvo muy bien que coincidiera con el día del niño, la verdad. Tuvo su aquel eso de que fueran testigos tantos infantes ataviados de ilusión a rayas rojas y blancas. Las fuentes del club, siempre tan dadas a dar cifras para este tipo de asuntos y tan poco cuando se ficha a un mediapunta de la cuadra Mendes, estimaron que diez mil colchoneros de corta edad presenciaron el partido. Probablemente ellos se quedaran con el resultado, que fue muy bueno, con ver a sus ídolos de cerca y con el ambiente festivo que se vivió en un Calderón en el que también la primavera hizo acto de presencia para no perderse la cita. Seguramente la ocasión sirvió para reforzar ese sentimiento que sus mayores les han inculcado, ese que empieza a germinar en sus pequeños cuerpos enraizando de esa manera tan fuerte que es tan difícil de explicar a aquellos que no lo llevan dentro. Ya el lunes, nada más salir al recreo, ellos se reunieron a un lado del patio. Juntos, estableciendo una invisible distancia con otros niños. Nosotros somos del Atleti y estamos unidos. Somos los buenos. Los de rojo y blanco.


Ustedes y yo, que miramos las cosas con los ojos con los que se supone que los mayores debemos verlas, no quedamos al margen del baño de magia que los atléticos del futuro nos brindaron el domingo, no. Eso sí, nos quedamos con la sensación de que el resultado fue mucho más abultado de lo que el juego transmitió. Nos congratulamos por los reencuentros: por el reencuentro con la victoria, por el reencuentro con el gol de Falcao y por el reencuentro de esa solvencia no siempre brillante mostrada a lo largo de esta temporada. Aún así, hubo unos minutos, veinte más o menos, en los que nos permitimos mirar al futuro con los ojos de los más pequeños. Con la ilusión de vislumbrar el Atleti de dentro de unos años. Uno visualizaba a este magnífico Koke del que disfrutamos en la actualidad manejando los tiempos del equipo desde el mediocentro, con el brazalete de capitán bien ajustado a la zamarra. Uno imagina a un Óliver más hecho físicamente pero con esa seña de identidad tan suya, la de llevar siempre la cabeza arriba para poder leer los partidos de corrido. Uno también ve a Saúl haciendo pareja con él por detrás de los puntas y ve a Manquillo como dueño y señor de la banda derecha por muchos años. Uno presiente la futura presencia de un par de delanteros resolutivos, que es algo que siempre hemos tenido en la casa y de unos defensas centrales con pinta de buenos mozos y limpieza en las formas y en la salida de balón. Uno se figura que habrá un portero espigado de reflejos felinos y le gustaría que fuera propiedad nuestra, no de otro equipo. Uno mira al banquillo y sigue viendo al Cholo, cómo no. Le ve con alguna entrada de más en la frente pero le sigue viendo intenso y pasional. Sigue viendo los inmaculados trajes oscuros ajustados a su fibroso cuerpo y sigue uno convencido de que no hay mejor comandante para llevar la nave rojiblanca. 




No termina la ensoñación ahí, ni mucho menos. Uno, dejándose llevar por las imágenes que se forman en su cabeza, se gira para echar un vistazo al palco y se congratula de no encontrar a miembros de una directiva condenada aunque prescrita. Uno imagina a un presidente elegido por los socios del Atleti y a un consejero que no cobre más que el jugador que más asistencias da en el equipo. Uno imagina un palco exento de representantes y de comisiones pero lleno de amor por unos colores. Uno sueña con una gestión que no esté basada en el mercadeo. Tanto se crece uno en su imaginación, que mira a su alrededor y sigue viendo el Calderón. Firme y en pie. Inamovible frente a aquellos planes con trasfondo de pelotazo urbanístico que lo querían sustituir por un estadio en las afueras cuyas obras empiezan a rivalizar en duración con las de El Escorial. Uno ve un Calderón remozado. Cuidado tras tanto tiempo de abandono para justificar lo injustificable. Nuestra casa por muchos años.


Uno ha visto el futuro y le ha gustado, aunque haya sido solo durante unos minutos, y eso hace que se refuerce ese sentimiento enraizado desde hace tantos años, ese tan fuerte que es tan difícil de explicar a aquellos que no lo llevan dentro. Ya el lunes, al hacer la pausa para el café de media mañana, muchos de nosotros nos reunimos en un lado de la oficina. Juntos, estableciendo una invisible distancia con otros mayores que no vieron el futuro a través de los ojos de los niños. Nosotros somos del Atleti y estamos unidos. Somos los buenos. Los de rojo y blanco.

lunes, 8 de abril de 2013

Empacho de torrijas y soserías


Ya de entrada se vio que la cosa pintaba sosa. La parroquia andaba todavía sacudiéndose el recuerdo ya casi lejano del empacho de torrijas, de las procesiones en las zonas peatonales del casco viejo de la ciudad y de las procesiones en la A-3 desde Chinchilla, sentido Madrid. La gente rumiaba el recuerdo de las vacaciones pasadas por una manta de agua y fue ayer salir un rayito de sol, aunque fuera pequeño y enclenque y se echó a las calles y parques sin gana ninguna de ver fútbol. Si a todo eso le suman ustedes que la representación se estrenaba en ese estadio tan desangelado del sur de  Madrid con nombre de jugador con maneras de veleta a la hora de repartir sus amores entre esos dos equipos que empachan más que las torrijas bien empapadas, verán que la cosa no podía ser de otra manera que sosa. Muy sosa.

Aparecieron los contendientes en el campo y al ponerse de cara al palco para el besamanos prepartido, repararon en la curiosa circunstancia de que los mandatarios de ambos conjuntos, presidiendo para la ocasión muy juntitos, se consideran simpatizantes abierta o soterradamente de otro equipo de Madrid que ayer no jugaba en Getafe y que no es el Rayo Vallecano, lo que tal vez pudiera haber echado un poco de sal al asunto, soso ya de por sí, pero nada, ni por esas. Salió el Atleti mejor y parecía que la cosa iba a ser un coser y cantar de esos a los que nos hemos acostumbrado desde que Cholo llegó a nuestras vidas. No es que la cosa fuera brillante, no. Los nuestros demostraban superioridad pero una superioridad algo insípida. Le faltaba al guiso una pizquita de algo. Aún así llegaban los nuestros con claridad y solamente la sosería en el remate de ese hermano gemelo de Falcao separado minutos después de nacer que lleva jugando con la rojiblanca en los últimos partidos nos privó de coger ventaja.  

Pintaba la cosa tan sosa que, siguiendo esa moda que de tan rabiosa actualidad se ha puesto en todos los campos de España, la afición en pleno del Getafe, cuarenta y nueve personas para ser exactos, la tomó con Diego Costa más que nada para animarse un poco. Para echar la tarde, que es un término que gusta mucho al que suscribe, porque los días salen y se pasan pero las tardes se echan. Dominaba el Atleti de manera anodina, dominaba pero poco, dominaba casi sin ganas, dominaba sin querer molestar. Dominaba pero pase usted primero que va cargado y además le sujeto la puerta que pesa un quintal ¿Qué tal el mayor? Estudiando agrónomos ya. Nos hacen viejos, ¿eh? ¡No lo sabe usted bien! ¡Y más con este tiempo que tengo el reuma que me está matando! Calle, calle, que arrastro yo un empacho de torrijas desde la semana pasada….



Así, entre fruslerías y conversaciones de ascensor sosas se llegó al descanso y comparecieron de nuevo los protagonistas para seguir con su puesta en escena insulsa. Enseguida se dio cuenta Simeone de que la contienda seguía por los mismos insustanciales cauces y sacó a Óliver al campo quitando a Koke, lo que a opinión del abajo firmante no debería haber ocurrido estando en el campo Adrián, que lleva un año con una sosería en todo lo alto que dan ganas de ponerle un cartel de transferible con letras gordas. La presencia de Óliver animó algo pero no venció la batalla a la sosería reinante y fue justo en este punto, harto posiblemente de tan poco y tan soso, cuando el trencilla de turno, en coalición con Miranda, Godín y sus despejes vagos en ocasiones, decidió echar sal a la cazuela pitando fuera del área un penalti que no fue y expulsando a Mario Suárez tras ver dos tarjetas muy de las que suele ver él. Tarjetas ni fu ni fa. Tarjetas de amarillo pálido. Tarjetas con color de espárragos de lata.

No hubo manera. Ni con ese toque picante que el estamento arbitral, esos orfebres del error del bulto, quiso aportar la cosa dejó de mostrarse sosa. Finalizó el partido con la sensación de que se habían perdido puntos. Deja el partido una sensación de ni frío ni calor que no acaba de gustar. Pareciera que se tratara de un partido primaveral de esos, ya con horario de verano, en los que tradicionalmente en Atleti no acaba de jugarse nada más allá de cuestiones menores. No es lo mismo ni de lejos, no jugarse nada por tener todo perdido, que por tener los deberes casi hechos, pero preocupa algo, la verdad. Preocupa por la sosería saboreada. Preocupa porque habrá habido algunos que tras ver el partido renegaron de la decisión de verlo cuando podían haber echado la tarde en el parque tomándose un Aquarius de naranja, que cosas más fuertes no se pueden tomar tras el empacho de torrijas que se arrastra como una condena desde hace unos días.