jueves, 26 de enero de 2017

La sombra del Calderón

Ahora que se va haciendo más grande cada día en el horizonte la fecha en la que el Calderón bajará el telón, se hace necesario exponer lo que uno echará de menos cuando llegue esa maldita hora. Ante nosotros desfilarán todos los recuerdos: los goles celebrados, las lágrimas que la emoción hizo aflorar, los abrazos con desconocidos convertidos en hermanos, el eco del estadio cuando canta, el cosquilleo sentido en las plantas de los pies cuando vibra, su microclima preñado de esa humedad desaconsejada seriamente por los traumatólogos. Echaremos de menos incluso la solera del polvo que adorna sus asientos y esas excursiones a los baños en las que los allegados te despiden como si fueras a embarcarte en un Paris-Dakar mientras susurran una oración por tu alma y te ruegan que intentes aguantar hasta el final del partido. Sí, de todo eso nos acordaremos cuando al recinto de la ribera del Manzanares le echen el cierre pero, servidor de ustedes, principalmente echará de menos otra cosa. La sombra del Calderón.

La primera vez que fui consciente del poder de la sombra del Calderón fue a mediados de los ochenta. En cuanto te apeabas del 36 en la última parada del Paseo de Pontones, la mirada se desviaba inevitablemente hacia esa mole de hormigón que parecía querer tapar los rayos de sol que pretendían escapar de su marcaje. Durante cuatro años, todos y cada uno de los días lectivos mi vista se posó en el coliseo rojiblanco. Yo era un alumno recién llegado al instituto que se encuentra a la vera del estadio. El Gran Capitán. El tercer vértice de esa trinidad formada por la antigua fábrica de Mahou y, sobre todo, por el Vicente Calderón. Las horas pasaban entre clases de Lengua y Biología, entre travesuras y miradas tímidas a las chicas, pero siempre bajo la estricta vigilancia del aroma a lúpulo fermentado y de la imponente sombra del recinto proyectada sobre el patio del centro educativo. A la hora del recreo, los compañeros que éramos del Atleti nos escapábamos para ver entrenar al equipo. Sentados en los antiguos asientos corridos enfermos de aluminosis, dábamos cuenta de cuñas y palmeras de chocolate mientras Luis Aragonés paseaba, cigarrillo en mano, supervisando los ejercicios de los jugadores. A unos metros de nosotros, los miembros de la plantilla de nuestro equipo se ejercitaban y cuando un balón se escapaba hacia donde estábamos, peleábamos por ser quien se lo devolviera a Landáburu o a Quique Ramos. Hubo una vez, incluso, en la que Mejías nos abroncó por hacer demasiado ruido y nos fuimos a clase de Filosofía preocupadísimos por haber desconcentrado a nuestros héroes.


A lo largo de aquel tiempo loco y feliz, la sombra del Calderón vio cómo madurábamos. Cómo pasábamos de ser niños y niñas a los proyectos de hombres y mujeres que somos hoy. A través de ese camino, su sombra nos sirvió de alivio cuando en clase de gimnasia dábamos vueltas alrededor del estadio para completar un test físico ideado por algún sádico de apellido anglosajón. Su sombra fue compañera de nuestras primeras borracheras con esas litronas por las que te devolvían cinco duros si llevabas el envase de vuelta a la bodega. Oculto entre sus benditas penumbras besé por primera vez a una chica. A su sombra se detuvo el Porsche amarillo de Futre para firmarnos aquella camiseta que todavía hoy guardamos, deshilachada, en el altillo del armario. Su sombra fue capaz de arrancarle a Abel una sonrisa cuando compartió con nosotros un café con porras en aquel mesón de la calle San Alejandro. Su sombra nos reconfortaba ante los suspensos y celebraba con nosotros los aprobados raspados. La influencia de la sombra del Calderón no solo se circunscribía a los días de clase y rutina. Los días de partido se mostraba aún más resolutiva. Cuando el frío arreciaba, la sombra se apartaba, comprensiva, para dejar que nos acariciara el tímido sol que se colaba por el hueco del marcador del fondo sur. Cuando el calor mordía, ahí llegaba la sombra al rescate. Dispuesta a darnos un respiro y a poder descansar la mano con la que a modo de visera intentaba uno enterarse de lo que ocurría sobre el césped.

Convertido ya en un adulto, no hay un día de los que me acerco al estadio que no quede maravillado por el influjo de su sombra. Allí sigue, impertérrita. La sombra del Calderón sigue cumpliendo con su cometido de manera admirable a pesar de tener que escuchar que no es la sombra de un estadio moderno. Que si seguimos aferrados a ella el equipo no crecerá. La dejadez con la que los encargados de cuidar el templo rojiblanco se han conducido con él no ha mermado el compromiso de su sombra para con todos nosotros. Nos cuentan que la sombra del futuro no se proyecta sobre el Paseo de los Melancólicos ni sobre Virgen del Puerto. Nos cuentan que para encontrar el último grito en sombras hay que mudarse a los confines de la ciudad. Pobre sombra, ninguneada después de tantos años de dedicación.

Hace unos días paseaba cerca de lo que será, si el diablo no lo remedia, el futuro estadio del Atleti. Con ánimo divulgativo calculé la trayectoria solar, los ángulos de refracción y la opacidad de los materiales utilizados en la obra y reparé en que La Peineta, también conocido como el estadio de los tres nombres, no tiene sombra. Podría decirse que será un estadio vampiro que tal vez tampoco se refleje en los espejos. Quizás a eso se refieran cuando evangelizan sobre la modernidad. Solo sé que la sombra del Calderón seguirá existiendo eternamente, aunque lo derriben para construir un centro comercial o una tienda de muebles sueca. Dentro de ella quedarán atrapados los recuerdos y las vivencias. Las risas y los llantos. El sonido de los aplausos y el retumbar de los goles. Pasarán los años y, al apearme de nuevo en la última parada del 36 en el Paseo de Pontones, la mirada se me desviará inevitablemente hacia el estadio que ya no estará, pero podré maravillarme de nuevo con su sombra, que permanecerá para siempre. 

martes, 17 de enero de 2017

De debates, silbidos y rictus canallas

Tras meses de dimes y diretes el Atleti ha sido capaz de zanjar el debate estético del buen juego de un plumazo. Ahora no hay dudas. Juega rematadamente mal y gana, lo que provoca serios ataques de amargura en los defensores del barroco balompédico de ésta y aquella acera. Después de alejarse de la identidad propia y de los puestos nobles en un final de año preocupante, Simeone decidió replegarse a territorio conocido para espantar debates. Portería a cero y aprovechar al máximo los errores del rival para, a partir de ahí, construir de nuevo el imperio que pareció llegar a tambalearse cuando quiso convertirse en lo que nunca fue.

Con esas dos premisas como cimientos y a la espera de que las piernas vuelvan a ponerse a la altura de la cabeza, los colchoneros retoman el pulso de una liga que parecía lejanísima y ahora luce comprimida en pocos puntos. Ahora que en el horizonte se atisba lo mollar, vuelve a colarse el Atleti por cualquier resquicio. Es cierto que a veces desespera, que se muestra espeso en combinaciones que hace un tiempo parecían surgir instintivamente, que se comporta rácanamente con el gol y que incluso inventa falsos mediocentros donde no los hay, pero ahí los tienen. Aspirando a todo.


Pretendieron hacernos creer que esta temporada estaba condenada a flores y poesías. Se dijo de antemano que las competiciones premiarían postreramente a los supuestos creadores de lo excelso. Solo había hueco para hablar de records, de premios individuales y de monsergas como la BBC o la MSN. Quisieron tentarnos con champán para que abandonáramos los minis de calimocho o de cerveza. Algunos lo compraron. Lo asumieron. Lo interiorizaron. Pueden ustedes reconocerlos silbando a la mínima de cambio. Pobres. Ni el silbido les libra de reconocer que equivocaron el camino. Serían mucho más felices en otros estadios con otras bufandas colgadas al cuello.

Si ustedes pudieran adentrarse en la sala de fiestas en la que se reparte la gloria futbolística, repararán que en los dos reservados situados junto a la entrada se acomodan los invitados vip de siempre. Los esperados. Visten con sus mejores galas y brindan repartiendo falsas sonrisas alimentadas con la palabrería diaria destinada a ensanchar sus ya crecidísimos egos mientras se vigilan mutuamente. Junto a la barra se sitúa un tercer asistente. Su mirada huidiza denota que todavía no acaba de creer su presencia en el sarao. Pide copas de fino o de rebujito para templar los nervios y no parecer fuera de lugar. Al fondo, en el rincón más oscuro del local, un último invitado bebe solo, pausadamente. En su rictus canalla se dibuja una media sonrisa amenazadora que los demás asistentes esquivan sabiendo su merecida fama de antipático. Con un gesto de cabeza que el camarero detecta al segundo pide otra. Se acomoda en el asiento para observar y al hacerlo deja entrever los colores de su atuendo. Viste de rojo y blanco. 

viernes, 13 de enero de 2017

De enlaces, amores y balones parados

Hubo en tiempo en que cada córner a favor del Atleti se celebraba con la intensidad de la boda de tu último amigo soltero. Cuando un rival acosado se veía obligado a ceder un saque de esquina, uno lamentaba no haber pedido hora en la peluquería con la suficiente antelación. Daban ganas de abrazarse al vecino de localidad de antemano, pese a que sistemáticamente te dejara los zapatos llenos de cáscaras de pipas en cada partido. Entretanto, Koke o Gabi se acercaban al banderín con una sonrisa de oreja a oreja, vestidos de rigurosa etiqueta, a la vez que a los centrales el resto de compañeros les iban dando palmadas de felicitación en la espalda mientras recorrían el camino alfombrado hacia el área contraria. “¡Están radiantes!”, añadían algunas señoras que asistían al evento por parte del equipo lanzador del córner. Cuenta la leyenda que existe una foto que retrata a Raúl García sacudiéndose los granos de arroz que se le habían quedado atrapados entre el pelo tras rematar inapelablemente un servicio desde el flanco izquierdo. A medida que los jugadores se dirigían a campo propio para retomar sus posiciones, señores con traje oscuro emergían de los vomitorios repartiendo puros entre el público y brindando con sidra El Gaitero a la salud de los contrayentes. Cualquiera que lo haya vivido sabrá que no exagero lo más mínimo. Así era la cosa.

De pronto, un día reparamos en que los saques de esquina habían dejado de celebrarse como es debido. Ya no eran lances convertidos en una cuidada invitación para ser testigo del enlace rojiblanco con el gol. El Atleti seguía botando varios en cada partido, sí, pero ya no volvieron a tener ese aroma festivo que llegaron a poseer un tiempo atrás. En estos casos, suele echarse la culpa a la rutina, que gana volumen alrededor de la cintura dejando la vida perdida de momentos insustanciales. El desgaste que conlleva cualquier convivencia se apropió de las jugadas a balón parado y las transformó en un trámite burocrático al que casi no apetecía asistir. Las noches de boda mudaron en comidas de domingo con los suegros sin previo aviso. Se nos rompió la pizarra, de tanto usarla.


Pasaron los meses y los partidos sin signos de recuperación de la chispa de antaño. Algunos apuntaban a las ausencias, muy especialmente a la del navarro, que dejó un gélido hueco de nostalgia con forma de nariz aguileña a la altura del primer palo, pero el caso es que nos acostumbramos a convivir con un Atleti vulnerable en los corners ajenos e irrelevante en los propios. El banquete se trasladó a nuestro área, donde nos hacía mucha menos gracia. Cuando alguien preguntaba sobre el estado de la relación con el balón parado, muchas veces se aludía a que quedaba el cariño, que es como reconocer que aquel amor primigenio estaba sepultado bajo seis palmos de tierra. Aquí yacen las jugadas de estrategia, llegó a leerse tras un choque con diez saques de esquina, a cuál de ellos peor ejecutado.

Embarcados en una travesía para retornar a las esencias del Cholismo, los vigías de Simeone volvieron a avistar este pasado fin de semana la tierra prometida de un gol tras saque de esquina. Cierto es que fue en posición ilegal y más cierto aún es que se trata solamente del segundo de los tantos que esta temporada ha llegado tras pelota estática. Muy rácano balance, también es verdad. Siendo pronto para sacar conclusiones en asuntos del corazón como estos, parece que el Atleti ha comprendido que la pizarra conforma la santísima trinidad de los valores que hasta este punto nos trajeron junto con el esfuerzo y la virginidad de la portería propia. Tal vez el tanto de Saúl en Ipurúa quede como una rara y anecdótica flor nacida en el páramo que el divorcio total con el balón parado dejaría, pero permitámonos soñar. Redescubrir lo acaso olvidado. Recordar aquellos días en los que el área pequeña rival se engalanaba para estar a la altura de la ceremonia. Cuando el amor entre el Atleti y el balón parado alcanzó su máxima expresión mientras Godín murmuraba “sí, quiero” tras besar con la frente un balón perdidamente enamorado que valió una liga.