Ya desde
lejos se oía cómo la turba vociferaba. Eran decenas, tal vez cientos. Salieron
del pueblo al caer la noche, que es cuando se suele quedar para hacer cosas tan mezquinas como estas. La muchedumbre, inflamada por las mediocres consignas de los
jerifaltes de siempre, avanzaba decidida pidiendo justicia de la de andar por
casa. Justicia injusta. Esa supuesta justicia que justifica violaciones,
linchamientos y dedos en el ojo de entrenadores rivales “¡Quememos al brujo!”,
era la proclama más repetida, el mantra que salía de las bocas que acompañaban a
los gestos desencajados, a las miradas desquiciadas. Formaban la multitud individuos
de variadas procedencias: los había de Pamplona, de Valladolid, de la Sevilla
verde y blanca y de la Sevilla blanca y algo roja, los había también de Madrid,
de esa parte de Madrid del norte que tan lejana se siente. Los había que habían
escrito sobre el brujo, los había que habían hablado y subió el pan. Los había
de tertulia nocturna, había ponentes de barra de bar con palillo pegado a la
comisura, había militares de diversas graduaciones y había hasta un señor,
llamado Vicente, que haciendo honor a su nombre se sumó a la masa por eso de ir
donde va la gente y ahora era de los que más encendido estaba lanzando
improperios antorcha en mano.
Hace ya
tiempo que el brujo desplegaba sus artes en la comarca. Al principio le fue
bien, ni él se metía con nadie ni nadie con él. Antes era casi como un elemento
del paisaje. Un complemento. Alguien llamado a no hacer ruido. Alguien que
pertenecía a esa clase de gente cuya cara es olvidada en el instante siguiente
de cruzarse con ellos. Muy de vez en cuando, daba que hablar por algo que había
hecho. Algo que los demás consideraban pequeño, insignificante casi. Algo que
no molestaba a los de siempre, a los que partían el bacalao con la connivencia
de los demás. Un día, de repente, el brujo empezó a destacar. Dejó atrás ese
papel secundario que se le había atribuido de antemano y empezó a repartir sus
conjuros por los campos de Dios de manera brillante. Mucho mejor de lo
esperado. Ese brujo humilde de maneras y aspectos torpes se había convertido en
un hechicero de primera. Sus camaradas recurrían a él pidiendo consejo o
desahogo en balones comprometidos. Lo mismo ayudaba a las cuitas de sus
conciudadanos cayendo a banda que en boca de gol. Se convirtió en referencia y
se centró en su magia, algo por lo que no apostaban más de uno y más de dos. Bien
es verdad que aún los que siempre creyeron en el brujo no estaban de acuerdo
con ciertas acciones que realizaba, con algunas desconexiones mentales que solo
servían para sembrar dudas sobre su competencia y alentar a los que empezaron a
protestar tan pronto como nuestro protagonista despuntaba.
A día de
hoy no caben dudas sobre la capacidad del brujo. Los que más y los que menos le
calibran en su justa medida, que es muy grande por cierto. Nosotros, ustedes y
yo, sabemos de lo que es capaz y disfrutamos a lo grande de sus enormes
virtudes esperando que pula sus innegables defectos. No debemos ser los únicos,
ya que incluso prestigiosos seleccionadores que convocan a los más reputados
magos nacidos en cada territorio se disputaban sus servicios. Aún así, cada vez
que el brujo sale de casa, muchos se apuntan al carro fácil de unirse a la
turba que pide su ajusticiamiento en la hoguera. Se ha puesto de moda. Han bastado
algunos lances desafortunados en la forma para que la cruzada siga en marcha.
Será que eso de que el brujo obre prodigios con el balón en los pies escuece a
aquellos a los que solo se les llena el bolsillo cuando los prodigios se obran
en las dos mismas orillas de siempre. De nada vale lo positivo, hablemos de lo
negativo de éste que de lo negativo de otros no se puede hablar so pena de
vender menos cartillas para pegar los cupones que cada domingo se reparten para
conseguir un edredón de pluma de gallina clueca con la cara serigrafiada de ese niñato repeinado que se cree tan guapo.
Se acerca
la marabunta. Ya casi se distingue desde el recodo del camino
el número diecinueve que adorna la puerta pintada en rojo y blanco de la casa
del brujo “¡Quememos al brujo!, ¡Quememos al brujo!”, se sigue escuchando aunque en un tono más apagado, la verdad. Pareciera que el miedo a sus artes hubiera socavado la pobre conciencia colectiva. En el fondo no es más que eso. Miedo al brujo y a lo que representa. A una vía distinta. A alguien que prefiere alzar la voz aunque el guión establecido no le haya reservado frase alguna. Lo que hace el brujo molesta, por algo será. Siguen ladrando, será que seguimos cabalgando....