Era tan
extraño ver aparecer a la exigencia por aquí que cuando regresó de la mano de
Simeone para quedarse ha llegado a ser confundida por algunos. La exigencia
siempre fue una mujer de bandera, un monumento de señora que a lo largo de la
historia del Atleti no ha fallado cuando de estar al lado de los nuestros se
trataba. No piensen que la exigencia se deja camelar fácilmente, de eso nada. Ella,
que es muy suya, es capaz de mostrarse ceñuda incluso en la victoria si ésta se
ha logrado de manera injusta o poco elegante. Durante bastantes años la
exigencia dejó de frecuentar los territorios rojiblancos porque le dolía lo que
allí veía: innumerables equipos a la deriva sin un plan que llevarse a la boca,
crónicas de descensos anunciados, pruebas de vestuario con una camiseta que
algunos nunca deberían haber osado a enfundarse…En aquellos oscuros tiempos el
rastro de la exigencia se esfumó. Tramperos y exploradores de todo el mundo salieron
a buscarla siguiendo las débiles pistas que sobre ella se reunieron: que si un
primo lejano que la vio del brazo de un gachó con aspecto patibulario en un
puerto del Mediterráneo, que si una carta que supuestamente dejó escrita antes
de fugarse desesperada por no asimilar la pizarra de Aguirre. Nunca más se supo
de ella hasta que apareció de repente en Málaga, justo el bendito día en el que
un Entrenador (así, con mayúsculas) debutaba al frente de la nave colchonera.
Desde
entonces, la exigencia no ha vuelto a moverse de nuestra vera. Puede uno
encontrársela no solo en eliminatorias de Champions, esa otra gran mujer que
también retornó tras repetidas ausencias, sino también por ejemplo en partidos
de Copa en casa del Sant Andreu, ocasiones propicias para dejarse ir o para excederse, para
meter un gol y echarse un bailecito de esos que gustan tanto a jugadores de
peinados estrafalarios sobre los que la prensa perora como si no hubiera
mañana. Está cómoda la exigencia a orillas del Manzanares porque se siente
cuidada, valorada en cada pequeño detalle. Ella se pasea desenvuelta,
sabiéndose querida, dejándose mimar por equipo y afición mientras sonríe a
todos los que se cruza por lo que ella ya considera su casa.
Miren
ustedes cómo es el ser humano. Tenemos la inmensa suerte de contar con el favor
de esta exigencia tan rotunda a la que tanto habíamos echado de menos cuando
cierto sector, confundido, perjura que esa que volvió a nosotros no es la
exigencia, sino una impostora que pretende usurpar a la verdadera exigencia, aunque ésta última sea cejijunta y contrahecha. Una exigencia muy poco realista que
cree que caer en cuartos de Champions o ser tercero en liga es ciertamente un
bagaje escaso. Que competir de igual a igual con los que hace no poco no
osábamos mirar a los ojos raya la racanería. Uno se sorprendería menos de
encontrar a esos malos fisonomistas de la exigencia en otros escaparates, pero
lo hace radicalmente cuando surgen entre nuestros iguales. Muchos de ellos se
han pasado las últimas jornadas de liga masticando una frustración que nadie
les vendió, suspirando por un nuevo milagro o lo que es lo mismo, restándole
valor a los milagros obrados en el año pasado, dándoles carácter de rutina.
Antes de
que algún adalid de la nueva corcovada exigencia me acuse a quemarropa de
conformista, permítanme confesar que ahora, justo en este momento en el que
acabamos de enterrar las competiciones pasadas y todavía reposan calientes los
ecos de las voces en el estadio, me paso al bando de los nuevos exigentes. Todo
el sereno realismo que me inundaba mientras el balón rodaba se torna
impaciencia en esta época del año tan tradicionalmente dañina para nuestros
intereses. Ahora hay que exigir. Justo ahora. Es tiempo de fruncir el ceño y
dejar de comulgar con las ruedas de molino habituales: jugadores que juegan
donde quieren y los supuestos iguales o mejores que vendrán para alegrarnos la
vida. Lo reconozco, me he vuelto un inconformista veraniego. Veo pasar delante
de mí a la hermosa exigencia que me llena cuando el frío aprieta y me quedo
como si nada, como si hubiera parado el autobús que nadie espera junto a la
marquesina. Cuando los calores llegan prefiero apalancarme en esa exigencia
irreal y también en las matemáticas, no vaya a ser que como suele pasar, los
gastos y los ingresos a pesar de que debieran ser mellizos no se parezcan en nada.
Les aviso
de que este inconformismo mío perdurará mientras no haya un balón de por medio
o más bien perdurará hasta que se cierre el mercado de fichajes. Entonces, con
el balón ya desperezado tras su hibernación estival volveré a abrazar a la
hermosa y exigencia que tanto costó recuperar. A la bellísima exigencia de los
pies en el suelo. Mientras tanto déjenme soñar con la luna y volverme incrédulo
por costumbre. La inocencia de exigir poco a los veranos me fue arrebatada el día en el que presentaron
de una tacada a Dobrovolsky y al Tren Valencia.