Los pájaros
gordos se acercan con suficiencia a las terrazas en las que los humanos toman
el poco fresquito que la ciudad les otorga. No se acercan con prevención como
los pájaros enclenques o como se acercarían los gatos, descuideros reconocidos
en el mundo del velador. Los pájaros gordos, hartos de triunfos y de que los
demás les aplaudan hasta cuando no lo merecen, se acercan a la mesa del
comensal ufanos, seguros de sí mismos. No se les ocurra a ustedes tirarles una
miga hurtada a un cuscurro de pan, de eso nada. Por tan poco premio el pájaro
gordo no mueve el pico. El pájaro gordo, dolido en su orgullo ante tal afrenta,
hinchará el pecho de esa forma tan característica que tiene, esa que hace que
el color rojo del plumaje se acentúe, y afeará al transeúnte la ocurrencia de
la miguita:
- Sepa
usted que aquel señor de allí nos ha dado varios trozos de bienmesabe y, si nos
tiró pan, fue porque previamente lo había mojado en la salsa de los caracoles,
que estaba de rechupete, todo sea dicho…
Comprenderán
ustedes la sorpresa con la que el esforzado asistente terracero recibe estas
afirmaciones, mucho mayor que cuando el camarero repeinado hacia atrás con
aceite de freidora informa de que las cañas tienen un suplemento de tres euros
con cincuenta por ser tomadas a la fresca.
Estas
actitudes hacen que el pájaro gordo acabe cayendo gordo, valga la redundancia,
y que el ciudadano medio obvie el acto de lanzar miguitas o panchitos al suelo
no vaya a ser que el pájaro gordo se encare y le ponga en un brete delante de
todos los demás ocupantes de las mesas. Es entonces cuando el pájaro gordo,
lejos de pararse a pensar si no estará haciendo algo mal para que no le echen
nada, se reboza en autocomplacencia y se convence de que el mundo se equivoca,
de que el individuo que no le ofrece lo que él quiere es un impresentable y de
que no se puede esperar nada más de un señor que acude a la terraza con
riñonera y sandalias que muestran unos dedos como morcones.
Pasa el
tiempo y el pájaro gordo pierde lustre hasta el punto de que ya parece una
broma seguir llamándole gordo. Él, enroscado en sus posiciones, mira con
condescendencia a aquellos otros gorriones que levantan la patita y hacen un
volatín por los restos de un plato de patatas onduladas y no se plantea cambiar
de estrategia alimenticia aunque ya se le noten las costillas bajo el plumón. El
pájaro gordo se pasa por el forro de la entrepierna las teorías evolutivas y
opina firmemente que no hay que adaptarse al entorno, sino que el entorno se
debe adaptar a él.
Terminará
el verano, vendrán los vientos del norte y el pájaro gordo se mostrará
famélico. No asomará en él ni una pizca de reconocimiento frente a los errores
cometidos y casi no tendrá fuerza para levantar el vuelo y migrar a parajes más
cálidos lo que le hará presa fácil para algún gavilán de plumaje dorado que se
encuentre a lo largo de la travesía. A punto de ser devorado seguirá pensando
en aquella salsa con la que se acompañaba a los caracoles….

Se acercó
España con suficiencia a la terraza veraniega de la Copa Confederaciones, ese torneo
pretendidamente relevante con la misma tradición que aquel trofeo Spiderman que
los atléticos todavía recordamos, y lo hizo empachada de triunfo. Gorda de
halagos. Se acercó a tierras cariocas y mostró signos altamente preocupantes.
Solo dejó cuarenta y cinco minutos contra Uruguay y una exótica goleada a
Tahití, poca cosa. Más allá de eso, ganó a Nigeria sin merecerlo y con síntomas
de proverbial debilidad defensiva y superó a Italia en unos penaltis que
castigaron a los transalpinos, claramente superiores en tres cuartas partes del
partido. Servida la final soñada, uno observa cómo se suceden los debates estériles
siempre con el aplauso, con la ovación ciega como ruido de fondo. Que si nueves
de verdad o nueves falsos, que si dobles pivotes o pivotes dobles, que cómo
puede seguir convocando a este tío o que cómo no juegan estos dos con lo buenos
que son en las islas británicas, que si me echa usted un barquito de pan mojado
en la salsa de los caracoles, que está de rechupete, todo sea dicho…
A la Roja,
al igual que al equipo transmesetario del que toma principalmente su idea, se
le está empezando a ver el truco si el mago no está rápido de manos. Los
pájaros rivales saben dónde tocar pelo y pluma. Saben que planteando partidos
hoscos, partidos a cara de perro con líneas de intensa presión muy arriba el
pájaro gordo se cortocircuita. Mientras tanto, el pájaro gordo sigue aferrado a
su idea, a una idea que se vende como irrenunciable como si no hubiera otros
caminos. Como si el tiquitaca no pudiera tener variantes en las que también
primara el buen trato por el balón. Como si llevar el modelo al paroxismo de no
tirar a puerta o de querer enlazar cinco pases dentro del área pequeña rival
fueran el axioma inamovible. El pájaro gordo y rojo, con el Sr. Marqués al
frente, se pasa por el forro de las patrias entrepiernas las teorías evolutivas
y opina que no hay que evolucionar, que no hay que adaptarse al entorno. Que si
esta fórmula nos valió en varias ocasiones es que es la buena de verdad. No hay
debate sobre la gordura que otorgan los resultados y se aplaude todo, hasta,
valga el ejemplo, la presencia en la formación titular de un lateral derecho
del que sorprende no sólo su titularidad sino que se pueda ganar la vida con el
balompié.
Terminará
el verano y se atisbarán a lo lejos citas de mayor calado. El pájaro gordo las
afrontará algo más chupado de cara. Flaco por las dudas que le corroen pero
empachado con los epítetos complacientes que le dedica el personal. No asomará
en él ni una pizca de reconocimiento frente a los errores cometidos y casi no
tendrá fuerza para levantar el vuelo y volver a migrar a los cálidos parajes en
los que se acaba de disputar el crematístico trofeo confederado. Eso le hará
presa fácil para algún gavilán de plumaje dorado tirando a amarillo brasileño o
a algún halcón de pecho azzurro que se encuentre a lo largo de la travesía. A
punto de ser devorado seguirá pensando en aquella salsa con la que se
acompañaba a los caracoles….