Tiene Valencia no
pocos argumentos que justifican una visita: su clima, sus gentes, disfrutar de sus
arroces justos de punto mirando a la Malvarrosa, sus ruinas de la Copa América y de un circuito
imposible de fórmula 1 como testigos de lo que fue la civilización del
pelotazo, sus kioscos decorados con azulejo labrado, sus costas y sus adentros,
su albufera, sus mosquitos de tamaño familiar, sus talleres falleros, sus
jovenzuelos de pelo pincho que se saltan los semáforos por principios, sus
delfines del Oceanográfico que ejecutan coreografías con un toque arrevistado y
sus camareros que no se sonrojan al presentar una cuenta de diez euros por dos
horchatas de brik a temperatura ambiente.
Tiene Valencia
algo más para Gervasia. Algo que justifica sus visitas más allá de disfrutar de
las bondades que la ciudad ofrece: Merencio. Habían pasado ya casi dos años
desde que se conocieron en una convención de gerentes comerciales de empresas
eléctricas. Como no podía ser de otra manera, la chispa surgió enseguida y
empezaron también enseguida los fines de semana de reencuentro, las citas cibernéticas y las
llamadas que tan difíciles son de terminar. Era Merencio hombre mesurado en
todas sus facetas: siempre responsable pero con un toque de desenfado que a
ella le encantaba. Hablaba cuando debía y callaba para escuchar cuando tocaba. Formal
y espontáneo a la vez. Todas esas virtudes y alguna que otra más, justificaban
las idas y vueltas en AVE y las tristes despedidas dominicales y servían de
cimiento para esos planes a medio plazo donde ella se veía mudándose a Valencia
para estar juntos. Esta vez además irían al fútbol juntos por primera vez
robando un par de horas a ese tiempo siempre insuficiente. Merencio la llevaría
a Mestalla para ver a su Atleti, ese Atleti que probablemente fuera lo que más
echara de menos ella si un día decidía dar el paso de irse del Manzanares para
el Turia.
Fue traspasar los
tornos de Mestalla y Gervasia empezó a notar comportamientos raros en Merencio.
Se mostraba nervioso con solo transitar por los pasillos del estadio y protestó
más de la cuenta cuando ella eligió el asiento de la izquierda argumentando que
ese era al que él había echado el ojo de antemano. Decidieron tomar un par de
cervezas y Merencio se indignó ante el discutible hecho de que la suya tenía
menos espuma que la de ella e incluso la acusó de ocupar más espacio del debido
solicitando casi burocráticamente que no invadiera su sitio. Entonces empezó el
partido….
Salió el Atleti a
Mestalla con la defensa habitual, la delantera del año pasado y con un medio
del campo inédito: sacó el Cholo a Emre con Gabi, con Arda y con Tiago, ese
asceta del esfuerzo físico. Salieron los nuestros a dominar el partido y salió
el Valencia a defender el resultado, sin tener claro al cierre de estas líneas
qué resultado pretendían defender. Empujaba el Atleti aunque sin demasiada
profundidad y Mestalla se encendía en protestas por cada fuera de banda, por
cada falta indiscutible y por cada rachita de viento que se levantaba. Buscaba
jugar el Atleti y no jugar el contrario. Buscaba el equipo ché coartadas para enfangar
el partido y las encontró en el árbitro. No tuvo a bien el señor colegiado
sancionar debidamente las continuas interrupciones de los locales, tampoco tuvo
a bien pitar nada en los reiterados abrazos, algunos dentro del área, a los que
fue sometido Falcao por parte de unos defensas excesivamente cariñosos. Tuvo
Falcao una noche difícil, a los sentidos abrazos de los centrales rivales hay
que sumar la escasez de balones recibidos en condiciones y la brecha de
recuerdo que Soldado, con esa involuntariedad que a los que son como él les
viene de la cuna de su formación, le dejó en herencia. Si alguien merecía más,
ese era el Atleti, sin poner demasiado en liza, no crean, pero con casi nada el
Valencia se puso por delante tras excelente gol del repartidor de involuntarias
coces en frentes ajenas. Acusó el Atleti el golpe y anduvo unos minutos perdido
en la selva de las pocas ganas de jugar de los valencianos. Tiene el Valencia
no pocos argumentos que justificarían otra manera de jugar: su historia, su
plantilla y algunos jugadores de talento. Tiene otros que tal vez justifiquen
esta otra elección de estilo: defensas de la cuadra lusitana de la protesta y el
pescozón, el consabido delantero antipático y jugadores con talento para la
autosatisfacción, el autoatropello y la incineración de coches de gama alta.
Llegó el partido
al descanso y Gervasia no salía de su asombro ante el comportamiento de su
amado Merencio. Protestaba por esto, por aquello y por lo de más allá.
Protestaba ante la, a su juicio, desigualdad de rajas de chorizo entre los
bocadillos de ambos. Protestaba ante lo lejos que caían los aseos y por el pasodoble
que la banda de música típica de aquellos lares interpretó con discutible
acierto. Andaba Gervasia inquieta, no tanto por el desempeño del Atleti, como
por el resultado y el talante de su acompañante cuando sus pensamientos se
vieron interrumpidos por el inicio de la segunda parte.
Salió el Atleti
tras el descanso y se vieron ganas de darle vuelta a la situación. Salió también
el Valencia y se vieron las mismas ganas, sino mayores, de que se jugara poco.
Empezó a aparecer Arda y empezó a llegar el Atleti con más frecuencia. Sacó el
Cholo al Cebolla, a Raúl García y a Mario Suárez y contraatacaba el Valencia
con marrullería. Protestaba la afición en Mestalla por las tarjetas mostradas,
por los recortes en sanidad y por el incremento del precio del mejillón criado
en cautividad. Atacaba el Atleti con corazón. Dando la cara. Más por la
izquierda que por la derecha, donde Juanfran lleva unos partidos mostrando
señales inquietantes. Se volcó el Atleti sin premio, fue premiado el Valencia
sin volcarse y los equipos fueron despedidos entre las consabidas protestas y
gritos de burro dirigidos hacia un árbitro que merecería por parte de la afición
valenciana un mayor reconocimiento por la permisividad mostrada. Salió el
Atleti derrotado. Sabíamos que tendría que llegar tarde o temprano.
Probablemente llega esta primera derrota de manera injusta, probablemente no
fuera el mejor partido de los nuestros pero fastidia un poco la manera de
producirse y ante el rival que ha sido. Queda el equipo en pie, o eso
esperamos. Queda una temporada larga en la que no parece que vayan a sucederse
accidentes como éste si sigue el equipo en el mismo nivel. Puede que no venga
mal este tropiezo para ganar perspectiva y para conocer los límites del equipo.
No es malo conocerlos.
De camino a los
vomitorios, protestaba Merencio por la lentitud en el desalojo del recinto, por
el frío que había pasado por culpa de la previsión meteorológica previa que
hablaba de noche primaveral y por las migas del bocadillo que seguía
encontrando en la geografía de su chaqueta. Abandonó la pareja el estadio
cogidos del brazo y notó Gervasia una metamorfosis en su partenaire, volvía a
ser aquel Merencio atento y amable a medida que se alejaba del coliseo de la
avenida de Suecia. Él propuso ir a un restaurante romántico que a ella le había
gustado especialmente tras cenar en una de sus primeras escapadas. Ella fingió
el supuesto olvido de un pañuelo para volver tras sus pasos y encaminarse de
nuevo al estadio. Fue solo acercarse un poco y Merencio empezó a protestar por
el tráfico, por el olor a sobaco que suelen desprender las masas de gente y por
cómo se está extendiendo la reprobable práctica de ponerse los albornoces como
batas, lo que se comprende. “¡Uy!, qué tonta, si lo tengo aquí”, mintió Gervasia
cambiando de dirección. Enseguida volvió Merencio a ser aquel del que se había
enamorado. Todo el mundo tiene sus cosas, unos no toleran bien la bebida, otros
no pueden comer más allá de las doce de la noche y otros no deberían acercarse
a un campo de fútbol para no protestar por todo. Solo hay que conocer los límites
de cada uno. No es malo conocerlos.