jueves, 27 de noviembre de 2014

Lo simple y lo grandioso

No hay nada más desmoralizante que unas patatas bravas que no son bravas, la verdad. Sepan ustedes que el verdadero nivel de un establecimiento hostelero no lo marcan las ensaladas tibias de brotes tiernos sobre lecho de milhojas de rodaballo trufado a los tres vinagres y medio, de eso nada. El verdadero nivel de un bar, de una casa de comidas o de un colmado con aspiraciones de restaurant, lo marcan las cosas más simples y a la vez más grandiosas, como las patatas bravas.

No hay nada peor en la vida que intentar vestir a ese tétrico gato con la forma alargada de las patatas congeladas que se ahogan en una indescriptible mezcla de tabasco y tomate frito Orlando para que parezca la grácil liebre que es esa patata cocinada con esmero en dos fases, primero a fuego suave y luego a brasa viva. Esa patata de corazón esponjoso y armadura crujiente que nada a braza en la célebre salsa que deja en la boca retazos de cuando iba usted los domingos al Rastro o de cuando quedó con Julia para ir a tomar algo a la salida de la academia y los nervios se le escaparon corriendo calle Toledo arriba. Más dramático incluso que el caso de las bravas perpetradas a base de kétchup, de tomate natural pelado o de cualquier atrocidad parecida es el de aquellos lugares que pretenden reinventarlas con dudosísimo gusto. No, mire, las bravas no necesitan ser deconstruidas de ninguna de las maneras. Deconstrúyase usted esa barba tan moderna que se ha dejado para acentuar su imagen de creador, que nos ha sacado los segundos llenos de pelos, muy hipsters, eso sí, pero pelos al fin y al cabo.

Por desgracia, no se suele valorar la simpleza, craso error, pero sigan mi consejo, antes de decidirse a acercarse a comer a cualquier sitio o ahora que se acercan estas fechas de caza y captura de restaurantes con salones espaciosos para salir con los compañeros de celebración, acódense en la barra de cualquiera de esos establecimientos y pidan una de bravas para probar. Recuerden que normalmente lo grandioso está en lo más simple.



Prácticamente se llenó el Calderón para recibir al Olimpiakos y si no lo hizo en mayor medida fue por esa necesidad de dejar vacía toda la grada situada debajo de la zona en la que se sitúan los aficionados visitantes en nuestro estadio. En esta ocasión fue un acierto no por seguridad si no porque cualquier que se hubiera sentado en las filas bajas no hubiera podido disfrutar del espectáculo dado que los seguidores rivales tendieron varias pancartas con tamaño de sábana bajera que llegaban casi hasta el césped para hacer sentir a los suyos como en casa. Comentó algún abonado de los de solera que lo mismo en el Corte Griego o como se llame el gran almacén más famoso de El Pireo, ya debe ser la semana fantástica y blancolor a la vez. Además de la ropa de cama con cortinas a juego, traía varios alicientes el rival bajo su heleno brazo: un hombre de la casa como Roberto, poco afortunado ayer, en la portería, varios viejos conocidos del fútbol español como Abidal y, sobre todo, un entrenador de lo más ocurrente en el banquillo.

Vaya por delante que las declaraciones previas al encuentro y el comportamiento saliendo al campo del humorista metido a entrenador rival tras el pitido final para saludar a los nuestros muestran un respeto hacia el equipo y en particular hacia el trabajo de Simeone que es de reconocer, pero vaya por detrás que este chistoso es el mismo que le hizo aquello a Pizo, el mismo que tanto se reía a pesar de ser atlético de cuna y tradición, lo que luego lleva a los que cambian a la agria acera de enfrente a besar con más fruición ese escudo con forma de despertador, el mismo que gritaba “me lo merezco” en un arrebato de humildad tras meter un gol y el mismo que siempre ha tenido mucha más leyenda que números por ser salao y bien parecido. La afición del Calderón, poco desmemoriada, recordó en varios tramos del partido su afición por las partes pudendas de rivales melenudos, lo que parece ser que al graciosísimo entrenador no le acabó de parecer jocoso, miren por dónde.

Se puso el Atleti a la faena tras el pitido inicial y lo hizo homenajeando a la grandiosidad de la simpleza. A hacer lo que sabe hacer sin ningún otro aditamento, sin más pretensiones que las altísimas que este equipo nos ha regalado, sin más alharacas que las justas y necesarias. Fue uno de esos partidos grandes por simples. Arrolladores por aplastamiento de un rival que ayudó, todo sea dicho, contagiado de la futilidad que emana de su banquillo. Fluía todo desde el primer minuto como se espera, como debe de ser. Con un Arda omnipresente encontrando esos huecos que derrumban defensas, con Raúl García de la mano del gol, su gran compañero, con un Juanfran desatado en ataque, con Gabi volviendo a ser el Gabi de siempre, con Tiago ayudando y con Mario cuando le sustituyó menos esponjoso que de costumbre, con Ansaldi ganando ventaja en el duelo con Siqueira, Con Giménez haciéndose mayor al lado de un Godín que es como un superhéroe de la Marvel pero con más poderes, con Koke para un roto y un descosido, con Moyá de oyente y con la cabeza de Mandzukic mostrando precisión de cirujano del cabeceo.


Dicen algunas crónicas que hubo poco partido y uno no está de acuerdo porque hubo mucho. Mucho por parte de los nuestros, casi incomparecencia por inferioridad en el rival. Lo grande de este Atleti que con el paso de las jornadas va cogiendo poso de equipo para recordar como lo fue el de la temporada pasada, es su grandiosa simpleza. Sus mejores momentos se dan en los partidos como el de ayer. Cuando la presión asfixia al rival, cuando tanto cuerpo a tierra como en combate aéreo demuestra su solvencia. Huyan ustedes de los que quieren vestir el gato futbolístico de demasiados toques, de adjetivos grandilocuentes que pretenden explicar carencias, de pensar que lo mejor es lo más enrevesado. Este equipo nuestro se engrandece con esa simpleza llena de matices. Este grupo cocinado con esmero por las pizarras de Simeone y Burgos en dos fases, la de la defensa solidaria en la que el primer atacante muerde como el que más y el ataque del bloque sin desdeñar el balón parado demuestra en cada choque la belleza de la simpleza, de que si se trabaja y se cree, se puede. Sigan mi consejo, antes de acercarse a ver cualquier partido de fútbol, antes de dejarse embaucar por cantos de sirena que glosan el fútbol de estos o aquellos y comparan churras con merinas repetidamente, vénganse para el Calderón y degusten un partido del Atleti para probar. Recuerden que normalmente lo grandioso está en lo más simple.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

De suecos, suecas y landismo

Cuando uno viaja a tierras escandinavas ya sabe lo que espera: calles limpias, gente educada con tendencia a quedarse en casa, frío y rubias y rubios que exacerban el espíritu del recordado Alfredo Landa que todas y todos llevamos muy dentro. Nada de eso se encontró el Atleti en su visita a Malmoe a excepción de las calles limpias, que dicen los que allí estuvieron que en ellas se podía tomar sopa de cocido sin ningún reparo de lo pulquérrimas que lucían. Fue sonar el silbato de un colegiado que se saltó la lección de Barrio Sésamo en la que Coco analizaba razonadamente la diferencia entre amarillo y naranja pálido, casi pomelo enfermizo, y el rival dejó claro que durante noventa minutos y sus correspondientes descuentos se iba a pasar los tópicos que de los nórdicos se tienen por el forro de sus blancuzcas entrepiernas. Nada de educación, nada de rubios de mirada azul cielo y sonrisa límpida. Nada de quedarse en casa, lo que cuando de balompié hablamos equivale a lanzarse al ataque y no quedarse en los alrededores del área propia. Presionaban los locales y el Atleti esperaba veterano, conocedor ya de casi todos los códigos en los que se mueven los partidos. Rompían los suecos con su proverbial costumbre de mirar para otro lado y hacerse los idems, mordiendo buscando el bulto en cada balón dividido lo que sirvió también para constatar de nuevo la de encuentros en los que nuestro equipo recibe tarascadas hasta en el cielo de la boca, aspecto este que no se sabe muy bien como liga con la costumbre ya elevada a tradición de que ciertos medios españoles atribuyan al Atleti una desmedida violencia.

Fue entonces, solo un poco antes de que Juanfran rasgara la defensa local para que Koke finalizara casi artísticamente en boca de gol, cuando uno reparó en lo que pasaba. El Malmoe, como casi todos los equipos con los que nos hemos cruzado en Europa últimamente, respeta y teme al Atleti. Lo considera un grande. Un espejo en el que mirarse. Un David que ha salido victorioso contra todo pronóstico en su lucha contra los Goliaths señalados. Fue en ese momento y durante la primera media hora de la segunda parte en la que el Atleti anduvo medio apurado cuando uno reconoció el mérito del equipo escandinavo, querer luchar con sus armas, bastante limitadas por cierto, con un equipo superior física y técnicamente. Uno entendió todo y valoró en su justa medida la presión de los suecos y hasta las malas maneras que mostraron en ciertos lances. Uno supo qué era lo que había detrás y le pareció admirable su entrega y su fe. Su nadar para morir en la orilla cuando Raúl García fusiló al atardecer a su zancudo portero.



Ya con todo entendido e incluso asimilado y digerido, ya con la lección de lo que había ocurrido aprendida, uno entendió menos la falta de respeto a la que se somete de manera recurrente a nuestro equipo en casa, en nuestro país. Cierto es que queda poco sitio en espacios televisivos, carruseles radiofónicos y columnas de opinión para hablar del Atleti dado el número y la grandilocuencia de los adjetivos que se vierten cuando de glosar a otros clubes se trata, pero de justicia sería que se habilitara. Sigue sorprendiendo oír hablar de violencia, de límites del reglamento, de propuesta poco estética y no de solidaridad, de méritos, de equipo con mayúsculas más allá de cualquier resultado puntual. Siguen indignando las flores para un lado y las espinas para el otro, el ninguneo al vigente campeón de liga, los premios teledirigidos desde el despacho del Ser supuestamente superior y el abismo que parece abrirse en un punto de diferencia. Un punto que debería sonrojar al nuevo guardián de la excelencia por exiguo, por raquítico dada la diferencia monetaria entre los contendientes. Lejos de ello, ese punto flacucho y anémico aúpa a los palmeros a un éxtasis pluscuamteresiano y hace juntar los muslos a sus desdentadas mocitas madrileñas. Cosas veremos aunque no tengamos ganas de verlas.

Llevaba uno tiempo con ganas de hacer una crónica como ésta pero no acababa de encontrar un hueco para sentarse a parirla como es debido. Quería uno de nuevo predicar en el desierto, alzar la voz sabiéndose rodeado del clamor reinante. Quería uno sacar pecho aun teniendo en la retina un partido como el de ayer, con sus altos, con sus bajos, con su fealdad y su tímida belleza, con su árbitro cegato o al menos daltónico y con un rival que supo valorar en su justa medida al equipo con letras mayúsculas y negrita que tenía enfrente. A la postre, a uno pide el cuerpo acordarse de nuevo del genial Alfredo Landa para decir que en vez de “Vente a Alemania, Pepe” la película debería cambiar a “Vente a Europa, Atleti”