Les ruego
sepan perdonar cualquier incorrección ortográfica o sintáctica que pudiera ocultarse a lo largo del artículo que ahora comienza. En mi defensa alegaré que lo estoy escribiendo sin
apenas haber dormido. Rectifico, dormido sí, pero apenas sin haber descansado.
He pasado la noche envuelto en una pesadilla horrenda. No creo que fuera el
calor ni una cena excesivamente copiosa, debe ser cosa del subconsciente,
siempre dispuesto a traicionarte en los peores momentos, como si fuera el
talento de un mediapunta guadianesco.
Les cuento.
La pesadilla comenzaba en los aledaños del Calderón. Iba yo, como otros muchos,
acercándome al estadio y alrededor se oían conversaciones que identificaban
cada temporada con un número de proyecto. Se escuchaban comentarios sobre entrenadores
de quita y pon, sobre limpias en la plantilla e incorporaciones, muchas incorporaciones.
Tras acceder al Templo rojiblanco, fui consciente de que no era un partido a lo
que iba a asistir, sino a una presentación de trece o catorce fichajes de una
tacada. Recuerdo ver la cara del Tren Valencia y la de Dobrovolski, algo
congestionada por cierto. Recuerdo también a Richard Nuñez repartiendo besos a
diestro y siniestro, al Pato Sosa cayéndose de culo, a Avi Nimni más perdido
que un burro en un garaje y a Ibagaza ejecutando pases al hueco que se había formado en mi estómago. Recuerdo también a Maniche, Costinha y Seitaridis en
unida fila, bailando una suerte de cancán a cámara lenta por tanta exigencia
física. Un número, vamos. Lo que no fui capaz de atisbar fue quién era el
entrenador que vigilaba la escena sin parecer querer formar parte del
esperpento. Durante el sueño, el técnico estaba de espaldas y me fue imposible
reconocerlo. Hubo momentos en los que pensé que era Maturana para al segundo
siguiente creer que era Pastoriza y más tarde, Atkinson. Solo sé que su
apariencia cambiaba casi a cada instante.
Tras un breve
paréntesis onírico, se me reveló el siguiente pasaje de la pesadilla. De nuevo
estaba sentado en el Calderón, aunque esta vez era presenciando un partido. El
Atleti no jugaba a nada pero eso no sorprendía a la afición. Sobre el campo,
deambulaba un equipo perdido y digno de lástima. Un conjunto roto, sin alma.
Unos jugadores que llegaban siempre una décima tarde a cualquier balón dividido
y que pifiaban pases aparentemente sencillos. Lo más curioso fue que nadie se
removía en sus asientos excepto yo, e incluso algún aficionado, molesto por mi
inocultable nerviosismo, me increpó pidiendo que me callara y apoyara al
equipo, que la clasificación para la UEFA estaba todavía a tiro, siempre y
cuando el Zaragoza o el Mallorca pincharan en sus próximos encuentros. Me senté
por no armar más alboroto y ahí volví a sumergirme en el sueño, que se hizo más
profundo.
Lo siguiente
que recuerdo fue una pared de color azul llena de pegatinas de patrocinadores.
Imagino que me encontraba en una sala de prensa. Frente al micrófono se sentaba
un entrenador enjuto y atezado que repetía, sistemáticamente, la palabra
sensaciones. Se veía satisfecho al técnico, tal vez por algún triunfo recién
conseguido. Profetizaba, sin duda crecido, que pasarían muchos años antes de
que el Atleti volviera a levantar un título y terminaba la frase alzando la voz
para hacerse oír por encima del clamor que se escuchaba en el exterior pidiendo
la convocatoria para la selección de Reyes. De repente, al lado suyo apareció un
señor, al parecer también entrenador, que atendía al nombre de Goyo. Vestía
ricos ropajes de seda oriental que combinaba desacertadamente con el color de las
patillas de sus gafas. En un momento dado, comenzó a proferir sonoras
carcajadas mientras levantaba tres dedos en cada una de sus manos. “No hay dos
sin tres, no hay dos sin tres”, decía entre risotadas con un marcado acento
jiennense.
En ese
punto del sueño me desperté acongojado. Intenté desperezarme con el tembleque
todavía metido en lo más profundo del cuerpo y, mientras me preparaba un café
que borrara toda huella del mal sueño en el que había pasado sumido la noche,
repasé en el móvil los comentarios que en las últimas horas se habían volcado
en las redes sociales. Sorprendentemente se hablaba de ciclo acabado. También se
criticaba el carácter eminentemente conservador del equipo colchonero y la poca
vistosidad de su juego. Tuve tiempo incluso para leer una atropellada teoría
apocalíptica sobre las consecuencias en el medio ambiente de alinear cuatro mediocentros
de corte defensivo y una disertación de lo más ceniza sobre el vicio de coleccionar empates
con recién ascendidos. No tuve más remedio que pellizcarme, para asegurarme de
que la pesadilla había terminado. Pasadas varias horas sigo sin estar del todo
seguro.
Debería jugarse la liga en 76 días, un día de partido y otro de descanso, para los viajes y eso.
ResponderEliminar7 días entre partido y partido, o quince como ahora, es demasiado tiempo para decir gilipolleces.
En fin, don Emilio, perdónelos, porque no tienen ni puta idea de lo que dicen.
Seamos positivos, ahora estamos más cómodos los que nos hemos quedado en el carro, ya volverán...
Sí, más espaciosos sí que estamos, pero, ¿podremos reservarnos el derecho de readmisión cuando vengan cantando alabanzas al único profeta posible? Patada en según que parte merecerían
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