miércoles, 7 de septiembre de 2016

El (mal) sueño de una noche de verano (tardío)

Les ruego sepan perdonar cualquier incorrección ortográfica o sintáctica que pudiera ocultarse a lo largo del artículo que ahora comienza. En mi defensa alegaré que lo estoy escribiendo sin apenas haber dormido. Rectifico, dormido sí, pero apenas sin haber descansado. He pasado la noche envuelto en una pesadilla horrenda. No creo que fuera el calor ni una cena excesivamente copiosa, debe ser cosa del subconsciente, siempre dispuesto a traicionarte en los peores momentos, como si fuera el talento de un mediapunta guadianesco.

Les cuento. La pesadilla comenzaba en los aledaños del Calderón. Iba yo, como otros muchos, acercándome al estadio y alrededor se oían conversaciones que identificaban cada temporada con un número de proyecto. Se escuchaban comentarios sobre entrenadores de quita y pon, sobre limpias en la plantilla e incorporaciones, muchas incorporaciones. Tras acceder al Templo rojiblanco, fui consciente de que no era un partido a lo que iba a asistir, sino a una presentación de trece o catorce fichajes de una tacada. Recuerdo ver la cara del Tren Valencia y la de Dobrovolski, algo congestionada por cierto. Recuerdo también a Richard Nuñez repartiendo besos a diestro y siniestro, al Pato Sosa cayéndose de culo, a Avi Nimni más perdido que un burro en un garaje y a Ibagaza ejecutando pases al hueco que se había formado en mi estómago. Recuerdo también a Maniche, Costinha y Seitaridis en unida fila, bailando una suerte de cancán a cámara lenta por tanta exigencia física. Un número, vamos. Lo que no fui capaz de atisbar fue quién era el entrenador que vigilaba la escena sin parecer querer formar parte del esperpento. Durante el sueño, el técnico estaba de espaldas y me fue imposible reconocerlo. Hubo momentos en los que pensé que era Maturana para al segundo siguiente creer que era Pastoriza y más tarde, Atkinson. Solo sé que su apariencia cambiaba casi a cada instante.


Tras un breve paréntesis onírico, se me reveló el siguiente pasaje de la pesadilla. De nuevo estaba sentado en el Calderón, aunque esta vez era presenciando un partido. El Atleti no jugaba a nada pero eso no sorprendía a la afición. Sobre el campo, deambulaba un equipo perdido y digno de lástima. Un conjunto roto, sin alma. Unos jugadores que llegaban siempre una décima tarde a cualquier balón dividido y que pifiaban pases aparentemente sencillos. Lo más curioso fue que nadie se removía en sus asientos excepto yo, e incluso algún aficionado, molesto por mi inocultable nerviosismo, me increpó pidiendo que me callara y apoyara al equipo, que la clasificación para la UEFA estaba todavía a tiro, siempre y cuando el Zaragoza o el Mallorca pincharan en sus próximos encuentros. Me senté por no armar más alboroto y ahí volví a sumergirme en el sueño, que se hizo más profundo.

Lo siguiente que recuerdo fue una pared de color azul llena de pegatinas de patrocinadores. Imagino que me encontraba en una sala de prensa. Frente al micrófono se sentaba un entrenador enjuto y atezado que repetía, sistemáticamente, la palabra sensaciones. Se veía satisfecho al técnico, tal vez por algún triunfo recién conseguido. Profetizaba, sin duda crecido, que pasarían muchos años antes de que el Atleti volviera a levantar un título y terminaba la frase alzando la voz para hacerse oír por encima del clamor que se escuchaba en el exterior pidiendo la convocatoria para la selección de Reyes. De repente, al lado suyo apareció un señor, al parecer también entrenador, que atendía al nombre de Goyo. Vestía ricos ropajes de seda oriental que combinaba desacertadamente con el color de las patillas de sus gafas. En un momento dado, comenzó a proferir sonoras carcajadas mientras levantaba tres dedos en cada una de sus manos. “No hay dos sin tres, no hay dos sin tres”, decía entre risotadas con un marcado acento jiennense.

En ese punto del sueño me desperté acongojado. Intenté desperezarme con el tembleque todavía metido en lo más profundo del cuerpo y, mientras me preparaba un café que borrara toda huella del mal sueño en el que había pasado sumido la noche, repasé en el móvil los comentarios que en las últimas horas se habían volcado en las redes sociales. Sorprendentemente se hablaba de ciclo acabado. También se criticaba el carácter eminentemente conservador del equipo colchonero y la poca vistosidad de su juego. Tuve tiempo incluso para leer una atropellada teoría apocalíptica sobre las consecuencias en el medio ambiente de alinear cuatro mediocentros de corte defensivo y una disertación de lo más ceniza sobre el vicio de coleccionar empates con recién ascendidos. No tuve más remedio que pellizcarme, para asegurarme de que la pesadilla había terminado. Pasadas varias horas sigo sin estar del todo seguro. 

2 comentarios:

  1. Debería jugarse la liga en 76 días, un día de partido y otro de descanso, para los viajes y eso.
    7 días entre partido y partido, o quince como ahora, es demasiado tiempo para decir gilipolleces.
    En fin, don Emilio, perdónelos, porque no tienen ni puta idea de lo que dicen.
    Seamos positivos, ahora estamos más cómodos los que nos hemos quedado en el carro, ya volverán...

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    1. Sí, más espaciosos sí que estamos, pero, ¿podremos reservarnos el derecho de readmisión cuando vengan cantando alabanzas al único profeta posible? Patada en según que parte merecerían

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