Ahora que
se va haciendo más grande cada día en el horizonte la fecha en la que el
Calderón bajará el telón, se hace necesario exponer lo que uno echará de menos
cuando llegue esa maldita hora. Ante nosotros desfilarán todos los recuerdos: los goles
celebrados, las lágrimas que la emoción hizo aflorar, los abrazos con
desconocidos convertidos en hermanos, el eco del estadio cuando canta, el
cosquilleo sentido en las plantas de los pies cuando vibra, su microclima
preñado de esa humedad desaconsejada seriamente por los traumatólogos.
Echaremos de menos incluso la solera del polvo que adorna sus asientos y esas
excursiones a los baños en las que los allegados te despiden como si fueras a
embarcarte en un Paris-Dakar mientras susurran una oración por tu alma y te
ruegan que intentes aguantar hasta el final del partido. Sí, de todo eso nos acordaremos
cuando al recinto de la ribera del Manzanares le echen el cierre pero, servidor
de ustedes, principalmente echará de menos otra cosa. La sombra del Calderón.
La primera
vez que fui consciente del poder de la sombra del Calderón fue a mediados de
los ochenta. En cuanto te apeabas del 36 en la última parada del Paseo de Pontones,
la mirada se desviaba inevitablemente hacia esa mole de hormigón que parecía
querer tapar los rayos de sol que pretendían escapar de su marcaje. Durante
cuatro años, todos y cada uno de los días lectivos mi vista se posó en el
coliseo rojiblanco. Yo era un alumno recién llegado al instituto que se encuentra
a la vera del estadio. El Gran Capitán. El tercer vértice de esa trinidad
formada por la antigua fábrica de Mahou y, sobre todo, por el Vicente Calderón.
Las horas pasaban entre clases de Lengua y Biología, entre travesuras y miradas
tímidas a las chicas, pero siempre bajo la estricta vigilancia del aroma a
lúpulo fermentado y de la imponente sombra del recinto proyectada sobre el
patio del centro educativo. A la hora del recreo, los compañeros que éramos del
Atleti nos escapábamos para ver entrenar al equipo. Sentados en los antiguos
asientos corridos enfermos de aluminosis, dábamos cuenta de cuñas y palmeras de
chocolate mientras Luis Aragonés paseaba, cigarrillo en mano, supervisando los ejercicios de los jugadores. A
unos metros de nosotros, los miembros de la plantilla de nuestro equipo se
ejercitaban y cuando un balón se escapaba hacia donde estábamos, peleábamos por
ser quien se lo devolviera a Landáburu o a Quique Ramos. Hubo una vez, incluso,
en la que Mejías nos abroncó por hacer demasiado ruido y nos fuimos a clase de
Filosofía preocupadísimos por haber desconcentrado a nuestros héroes.
A lo largo
de aquel tiempo loco y feliz, la sombra del Calderón vio cómo madurábamos. Cómo
pasábamos de ser niños y niñas a los proyectos de hombres y mujeres que somos
hoy. A través de ese camino, su sombra nos sirvió de alivio cuando en clase de
gimnasia dábamos vueltas alrededor del estadio para completar un test físico
ideado por algún sádico de apellido anglosajón. Su sombra fue compañera de
nuestras primeras borracheras con esas litronas por las que te devolvían cinco
duros si llevabas el envase de vuelta a la bodega. Oculto entre sus benditas
penumbras besé por primera vez a una chica. A su sombra se detuvo el Porsche
amarillo de Futre para firmarnos aquella camiseta que todavía hoy guardamos,
deshilachada, en el altillo del armario. Su sombra fue capaz de arrancarle a
Abel una sonrisa cuando compartió con nosotros un café con porras en aquel
mesón de la calle San Alejandro. Su sombra nos reconfortaba ante los suspensos
y celebraba con nosotros los aprobados raspados. La influencia de la sombra del
Calderón no solo se circunscribía a los días de clase y rutina. Los días de
partido se mostraba aún más resolutiva. Cuando el frío arreciaba, la sombra se
apartaba, comprensiva, para dejar que nos acariciara el tímido sol que se
colaba por el hueco del marcador del fondo sur. Cuando el calor mordía, ahí
llegaba la sombra al rescate. Dispuesta a darnos un respiro y a poder descansar
la mano con la que a modo de visera intentaba uno enterarse de lo que ocurría
sobre el césped.
Convertido
ya en un adulto, no hay un día de los que me acerco al estadio que no quede
maravillado por el influjo de su sombra. Allí sigue, impertérrita. La sombra
del Calderón sigue cumpliendo con su cometido de manera admirable a pesar de
tener que escuchar que no es la sombra de un estadio moderno. Que si seguimos aferrados
a ella el equipo no crecerá. La dejadez con la que los encargados de cuidar el
templo rojiblanco se han conducido con él no ha mermado el compromiso de su
sombra para con todos nosotros. Nos cuentan que la sombra del futuro no se
proyecta sobre el Paseo de los Melancólicos ni sobre Virgen del Puerto. Nos
cuentan que para encontrar el último grito en sombras hay que mudarse a los
confines de la ciudad. Pobre sombra, ninguneada después de tantos años de
dedicación.
Hace unos días
paseaba cerca de lo que será, si el diablo no lo remedia, el futuro estadio del
Atleti. Con ánimo divulgativo calculé la trayectoria solar, los ángulos de refracción
y la opacidad de los materiales utilizados en la obra y reparé en que La
Peineta, también conocido como el estadio de los tres nombres, no tiene sombra.
Podría decirse que será un estadio vampiro que tal vez tampoco se refleje en
los espejos. Quizás a eso se refieran cuando evangelizan sobre la modernidad.
Solo sé que la sombra del Calderón seguirá existiendo eternamente, aunque lo
derriben para construir un centro comercial o una tienda de muebles sueca.
Dentro de ella quedarán atrapados los recuerdos y las vivencias. Las risas y
los llantos. El sonido de los aplausos y el retumbar de los goles. Pasarán los
años y, al apearme de nuevo en la última parada del 36 en el Paseo de Pontones,
la mirada se me desviará inevitablemente hacia el estadio que ya no estará,
pero podré maravillarme de nuevo con su sombra, que permanecerá para siempre.