Se acercaba la afición al campo y
daba la sensación de que, cosas de la vida, el partido y el fútbol por
extensión era lo de menos pero a la vez era lo de más. Se acercaba la afición al
estadio y se respiraba un silencio espeso, pesado, lleno hasta rebosar de
respeto, un silencio que se había instalado muy dentro de todos desde que el
sábado por la mañana el café y el alma se quedaron helados al oír la trágica
noticia. Se acercaba la afición al recinto y quien más quien menos notaba
presente la abrumadora ausencia, la certeza de la falta, el vacío tan
complicado de describir del que se suele hablar en casos como este. Se acercaba
la afición al Manzanares y todos se sentían huérfanos, los más grandes
huérfanos de padre y los más pequeños huérfanos de abuelo. Miraba uno al escudo
y detectaba que el oso también se sentía huérfano ahora que la vida le había
privado de aquel que nunca permitía que fuera pisado aunque fuera sin querer.
Notaban todos muy dentro esa orfandad mordiéndoles pero también sentían
orgullo, orgullo de haberle conocido, de haberle abrazado como referencia, de
haber sabido hablar de él a otros y de haber sabido escuchar sobre él. Se
acercaba la afición al Paseo de los Melancólicos y se echaban de menos las
patillas gruesas y las gafas que cambiaban de montura mucho después de lo que
las modas aconsejaban. Se echaba de menos el chándal de aquellas épocas y el de
otras más recientes. Se echaban de menos las faltas dirigidas con precisión a
la escuadra y los pies que aguardaban en el interior de los míticos zapatones.
Se echaba de menos su voz resonando en los vestuarios, esa voz que hablaba de
ganar, ganar y luego ganar, esa voz que sabía tocar la fibra sensible del que
escuchaba. Se echaban de menos los malos modos, la alergia a las medias tintas, el culo pelado, la socarronería y se echaba de
más a aquellos que le negaron el pan y la sal, a los que le pretendieron licenciar
con deshonor por no casarse con nadie y por arrancar de los vestuarios patrios
malas hierbas con el siete a la espalda. Se acercaba la afición al Vicente
Calderón y a cada pocos pasos surgía otro que contaba una anécdota sobre él,
una de esas que a pesar de tan escuchada, toma forma nueva cada vez que se
relata. Terminaban las historias con una media sonrisa, mitad triste y mitad
alegre y con un suspiro hondo con vocación de punto y aparte.
Ocupó la afición de manera ordenada
su localidad y recorrían con la vista el estadio que es su casa y siempre será
la de él ya desde antes de aquel lejano pero recordado día en el que, cómo no,
la inauguró con un gol. Andaba la afición con un escalofrío metido en la
espalda, un escalofrío que hacía asomar lágrimas en unos y necesidad de homenajear
al ídolo en todos. Saltaron al campo varios veteranos portando la camiseta con
el ocho y el silencio volvió a imponer su ley para dejarse vencer a
continuación por las voces entrecortadas. Comenzó el partido que era lo de
menos pero seguramente lo de más y se puso por delante el Atleti casi llegando
al descanso a pesar de no estar mostrando una cara brillante. Fue Villa el que
convirtió en esos terrenos en los que los goleadores pisan con paso firme y
alzó los brazos al cielo, recordando y volviendo para luego lesionarse,
esperemos que levemente. Achuchó el rival, que estaba aunque casi nadie había
reparado en él y Diego Costa y Miranda despacharon el partido por si hubiera
alguna duda de que un partido así, con todo lo que lo envolvía nunca podría
haberse escapado. Aún hubo tiempo para que redebutara el indeciso Diego y
pareció que año y medio no es nada redondeando un partido que sabe a liderato
en solitario a pesar de ser lo de menos o a lo mejor lo de más.
Marchaba la afición hacia sus casas tras haberse
demorado algo más de la cuenta en el estadio, tal vez intentando aprehender un
trocito de la noche vivida y guardarlo en un baúl de tesoros de valor
incalculable. Flotaba de nuevo un silencio reinante y despótico que parecía
dirigir los pasos de los aficionados y uno se paró a mirar a sus iguales. Miraba
uno a los ojos de la afición y veía agrandarse una leyenda, una enorme y de
varios colores pero principalmente de color rojo y blanco. Veía uno también calor,
emoción y esa bendita sensación de pertenencia que solo ustedes y yo tenemos el
placer de sentir. Se detectaban más cosas en aquellas miradas: nostalgia
acompañada del dolor frío del que no se lo espera, reconocimiento a esa
irrepetible figura y sobre todo agradecimiento. Sí, todos los ojos gritaban
diciendo gracias. Gracias por lo que dejó en el campo y en el banquillo.
Gracias por estar cuando nadie quería y no estar cuando no tocaba. Gracias por aquella
alegría infinita pero efímera truncada por un alemán de nombre impronunciable.
Gracias por saber hacer ver a los jugadores que detrás de ellos había varios
miles que tocaron el cielo en noches como aquella. Gracias por vencer al dragón
de los cuartos de final. Gracias por existir y haber sido de los nuestros.
Quiso la fatalidad, D. Emilio, que viviese en el campo el homenaje que nunca se quiere dar. Un dia triste, un dia de orgullo.
ResponderEliminarCon Luis se va ese rincón de la memoria donde se guardan los recuerdos de mi infancia atlética, donde se forjó este sentimiento. Se va la noche del 92 donde ese orgullo rojiblanco alcanzó una cima. Se va ese sentimiento de seguridad de volver a primera en el mismo momento que dijo que bajaba al infierno a sacarnos de ahí. Se van las duras e injustísimas críticas que recibió cuando, cual cirujano, decidió extirpar el mal de la selección y el inmenso sopapo a esas mismas que dió esa inolvidable noche de Viena.
La fatalidad, D. Emilio, me ha hecho volver al Calderón en un dia que no olvidaré en mi vida. Gracias Luis. Hasta siempre, Zapatones.
Tristes, huérfanos y orgullosísimos dias.
No crea que ha sido la fatalidad, ha sido el destino y un señor al que el apelativo de Sabio se le quedaba cortísimo de la barbaridad de cosas que sabía. Sobre el fútbol, sobre la vida y, sobre todo, sobre el equipo de sus amores. El nuestro.
ResponderEliminarBuenos días...