Artículo publicado en CTXT:
http://ctxt.es/es/20160615/Deportes/6646/cicatrices-Atletico-de-Madrid-decepcion-levantarse.htm
De repente un día, al levantarnos, nos dimos cuenta de que la herida había dejado de sangrar. La carne maltrecha había sido capaz de sanar, a pesar de que en su momento pensamos que nunca lo haría. El tejido no llegó a infectarse pese a la injusta insalubridad del mordisco que el rival nos propinó. Donde antes había una lesión fresca y viva, quedaba ahora una cicatriz a la que nos acabaremos acostumbrando, como a todas las demás.
http://ctxt.es/es/20160615/Deportes/6646/cicatrices-Atletico-de-Madrid-decepcion-levantarse.htm
De repente un día, al levantarnos, nos dimos cuenta de que la herida había dejado de sangrar. La carne maltrecha había sido capaz de sanar, a pesar de que en su momento pensamos que nunca lo haría. El tejido no llegó a infectarse pese a la injusta insalubridad del mordisco que el rival nos propinó. Donde antes había una lesión fresca y viva, quedaba ahora una cicatriz a la que nos acabaremos acostumbrando, como a todas las demás.
Los espejos
guardan en su interior miles de cicatrices en las que diariamente no nos
fijamos. Hay ciertos días en los que uno vuelve a descubrirlas como si fueran totalmente
nuevas o tal vez antiquísimas. Las hay, incluso, que nos son devueltas cuando
nos miramos pese a no ser nuestras propiamente. Son las de nuestros mayores,
como la de Bruselas. La mía de esa final está en el costado derecho y recorre
las dos últimas costillas antes de llegar al abdomen. Tiene un aspecto
irregular, como si hubiera sido mal cosida. Juraría que puede leerse en ella un
nombre impronunciable. Algo así como Schwarzenbeck, letra más, letra menos.
A lo largo
del cuerpo encuentran cobijo muchas otras cicatrices que causaron dolor, pero
en una medida menor. Tenemos marcas de arbitrajes parciales, tenemos un gol legal anulado
a Perea en una rodilla y hasta un recuerdo de la intervención judicial que
probablemente apareciera cuando la guardia civil entró en la zona noble del Calderón
con el ímpetu que sus ocupantes merecían sobre una ceja. Hay un par de ellas a
las que tenemos especial cariño. Una se manifestó tras un descenso anunciado en
Oviedo y tiene la misma forma que aquellas lágrimas de Hasselbaink. La otra es
más parecida a una quemadura producida por el sol de una tarde de Getafe en la
que la ilusión se tornó impotencia. Nos gusta revisarlas de vez en cuando para
saber de dónde venimos y dónde estamos.
La mayor de
todas las que teníamos hasta hace unos días venía de Lisboa. Se encuentra al lado
del corazón. Parece la cicatriz resultante de una herida hecha cuando nadie lo
esperaba. Una herida en el descuento. Nunca pensamos que pudiera haber ninguna que
doliese tanto como esa. Nos equivocamos. La nueva cicatriz, la que ha dejado de
sangrar hace unos minutos, como quien dice, superó con creces el dolor de la
anterior. El desgarro fue más profundo, más lacerante. Recorre en paralelo el camino del esternón y finaliza su trazo casi en el estómago, allí donde nos
dejó el nudo inexplicable con el que volvimos de Milán.
Cada mañana, todos nos enfrentamos con nuestra imagen reflejada. En muchas
ocasiones, las prisas nos impiden volver a mirar nuestras cicatrices, pero a
veces, como hoy, uno encuentra un momento para estudiarlas de nuevo. Allí están
todas. Mirándonos como testigos mudos. Fueron dibujadas en nuestra piel con
infinito dolor. De vez en cuando, nos hacen sentir un cosquilleo atenuado por
el tiempo, un recuerdo del daño pasado. Al mirarlas, volvemos a pensar en que
no fueron capaces de matarnos, por increíble que pareciera. Hemos sido capaces
de acostumbrarnos a ellas y, mientras tanto, ocupamos la mente en pensar en un nuevo goleador,
en descifrar las palabras de Simeone tras la final o en pasar el verano de la mejor manera posible,
siempre con la abstinencia rojiblanca acechando. Caeremos y nos levantaremos,
prometimos. Ya estamos de nuevo en pie.
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