Si se diera
el caso poco probable de que a ustedes les sobrara el dinero y anduvieran
pensando en invertirlo, no lo hagan apostando contra el Atleti. No preguntaré
por la procedencia de ese fajo de billetes que pretenden quemar. No me pararé a
investigar si cayó a sus bolsillos llovido de un supuesto cielo en el que ahora
descansa una tiíta solterona que se acordó de sus lejanísimos sobrinos en uno
de sus últimos arrebatos de lucidez o si proviene de la recalificación de un
terrenito rústico hábilmente gestionado por un cuñado que hizo carrera en éste
o aquel partido. Mi consejo no abraza objetivos morales, sino prácticos. Si la
mejor estrategia que han encontrado para hacer que sus ahorros crezcan y se
multipliquen es la de pensar que los rojiblancos no van a dar que hablar este
año, olvídenlo. Busquen ustedes otras acciones con las que dilapidar sus
rentas, háganse ese favor.
Tal vez las
jornadas iniciales de calendario rocoso hayan podido mellar la confianza de
algún creyente no practicante. Tampoco ayudan a rememorar si las botellas lucen
medio llenas o no esos coitus interruptus tan exasperantemente abundantes que
en forma de parones de selecciones sufrimos los adictos al fútbol de clubes. Pudiera
llegar a admitir que si echáramos un rápido vistazo al balance del Atleti en lo
que llevamos de temporada, refleja éste quizás más sombras que luces. Que el
equipo parece menos engrasado, domesticado incluso en ciertos lances del juego.
Podría invocar, y justo sería, a los necesarios tiempos de ensamblaje, a respetar
los tiempos de cocción para que las lecciones del catecismo del partido a
partido ganen en untuosidad. Comprendería, puestos a ceder terreno, a quienes
pretendieran devaluar el bono a muy corto plazo de una plantilla todavía
inmersa en forjar su propia identidad, pero eso sí, no consintiendo colocar las
expectativas de un equipo recién echado a rodar a la altura de cualquier bono
basura: de ese tipo de urgencias y rentabilidades cortas de miras saben bien en
otras orillas, no en la nuestra. Les advierto además que si persisten en su
actitud y no pliegan velas, les envío a mis padrinos, bien sea para acordar
lugar, hora y armas a utilizar, bien para administrarles de manera terapéutica
un soplamocos si la cosa se enquistara más allá de lo caballeroso.
Sí
debatiría detenidamente sobre el justo equilibrio entre intensidad y buen trato
del balón que los nombres del plantel aconsejan mantener e incluso no me
extrañaría que los mercados mostraran una pizca de desconfianza ante esa nueva
imagen del Mono Burgos trajeado. Ya desde el pasado verano, estando aun el
equipo en versión borrador, fueron muchas las voces que se alzaron exigiendo el
escurridizo objetivo de jugar mejor. Vaya por adelantado que puestos a elegir
bando entre resultadismo y preciosismo rococó, a servidor de ustedes lo
encontrarán parapetado tras la trinchera de los que quieren ganar, ganar y
ganar, como decía el Sabio. Confesaré sin reparos que llegados a este punto la
estética quedó olvidada en el fondo de alguna maleta ajada por el uso, será
cosa de los años o de no acabar de aguantar esa pose de los que se emboscan en
la bandera del guardiolismo más militante, ése que desprecia el fin para
regodearse hasta el sopor en los medios a base de toque fútil. Reconozco que el
Atleti que me levanta del asiento es el de la intensidad, el de llegar una
décima de segundo antes a los balones divididos, el de comerse al adversario
por una pata, preferiblemente la de apoyo. Uno, que es un nostálgico además de
un redicho, piensa que si un equipo de eminentes científicos descifrara el
genoma rojiblanco, esos valores estarían ahí presentes entre proteína y
proteína. Ésa debe ser la base, el sofrito del guiso. El esfuerzo no negociable
sobre el que construir el edificio que esperamos ver relucir a finales de
curso. Entiendo no obstante que sobre esos cimientos debieran surgir conexiones
y automatismos, amabilidad con el cuero si se tercia. Si tras esa evolución sin
traicionar las raíces el resultado es además fácil de ver, mejor que mejor. No
crean que no disfruto cuando feroces balones con alma de saltimbanquis son
domados por Óliver. Las gambetas de Correa y esas carreras desbocadas de
Griezmann que dejan en evidencia la velocidad de los centrales rivales provocan
en mí ataques agudos de síndrome de Stendhal. Me solazo como el que más cuando
Koke encuentra ese resquicio en forma de último pase que desmorona las defensas
numantinas y alabo la pulcritud de Tiago sacando el balón de atrás. Espero
mucho de Vietto cuando olvide los apéndices, de Carrasco en las batallas a
campo abierto y de Jackson cuando decida dejar de vivir sin vivir en sí pero
sobre todo espero de ellos que sean capaces de asumir que la intensidad y el
compromiso tienen más razón de ser en el escudo del club que el oso y el
madroño. Ahora que tan de moda está el concepto, mi patria es ese Atleti
indómito y salvaje al que nos hemos bien acostumbrado en los últimos años.
Si con todo
lo anterior todavía siguen pensando en tirar sus ahorros no reconociendo al
caballo ganador, permítanme añadir un último argumento. Uno irrefutable. Miren
al banquillo. Fíjense en ese señor que normalmente viste de oscuro, el que
lleva unos cuantos años obrando el milagro de los panes y los peces con cada
pitido inicial. El valor más seguro maneja el timón de la nave. Les pido que
observen la evolución de la cotización de las acciones de todo lo que su mano
ha tocado en los últimos tiempos y les vuelvo a conminar a no malvender sus
títulos y a no escuchar a los interesados brokers afines a medios del régimen,
siempre tan en su papel de agencias de calificación de lo balompédico
dispuestas a ignorar e incluso despedazar todo aquello que pretenda salirse de
los pérfidos renglones del bipartidismo al que sirven. Este Atleti volverá a
enamorar, se lo aseguro. Diría más, lo mismo el Mono Burgos vuelve a embutirse
en su sempiterno chándal y se cuelga de nuevo el cronómetro al cuello, todo se
andará…