El Atleti
arrolló al Chelsea en la final de la Supercopa de Europa. Lo que era un partido
con vocación de premio, de celebración diferida de unos deberes bien hechos,
para nosotros fue mucho más. Fue un reencuentro con uno de los nuestros, pero
sobre todo con nosotros mismos. Fue una maravilla de partido en todos los
aspectos. Hasta aquí, la crónica de lo ocurrido ayer. Una crónica famélica, desnutrida y alarmantemente tardía. Seguro que ya habrán leído mucho sobre lo del viernes. Seguro que
habrán visto una y mil veces los goles de la contienda. Seguro también que
habrán reparado en que cualquier palabra que hayan leído u oído se queda
alarmantemente corta ante lo vivido. Por ello, no pretendo buscar mayores
adjetivos que los escuchados. No me quedan más epítetos que añadir.
– …pero,
Don Emilio, ¡no nos deje así! Hable sobre la voracidad de Falcao, sobre ese
turco que administra las pausas con maneras de torero bueno, sobre ese Koke
omnipresente y maduro. Hable aunque sea de que a Courtois no se le mancharon
los guantes…
Sería
injusto. Quedaría frívolo hablar más de unos que de otros. Quedaría raro
adornar con palabras uno de los mejores partidos que uno recuerda de nuestro
Atleti. Déjenme hablar sobre otras cosas. Sobre minucias de esas que a uno tanto le
gustan.
Llegó
Simeone a nuestras vidas hace ni un año. Ya estaba con nosotros, claro. Era uno
más del imaginario de grandes que todos tenemos guardado en esos extraños
compartimentos que se custodian con celo de tesoros. Los hay que le ponían en
una posición más prominente y los hay que le colocaban en un escalón no tan
señalado. Debo decir que servidor siempre le tuvo en la zona media-alta de los
recuerdos, quizá porque su imagen y la de Kiko desatados en la celebración, devuelve
a la lengua sabores a lágrimas vertidas en aquella tarde-noche de prematuro verano en
la que tocamos el cielo. Una en la que el Albacete sirvió de casi mudo testigo
en nuestro camino hacia la historia. Les decía que llegó Simeone y, miren que
casualidad, arribó de nuevo tras otro partido con el Albacete que no nos trae
más sabor a la boca que el sabor de la vergüenza. También tenemos ustedes y yo otro
compartimento por ahí escondido repleto de sabores amargos, de sabores
sonrojantes, de Patos Sosas y de Timisoaras. Sabores que de vez en cuando nos
asaltan sin aviso, sabores que nos empeñamos en olvidar aunque no debiéramos.
Llegó Simeone a un equipo con síntomas de herido grave. Un equipo enfermo que
era mejor de lo que parecía por mucho que el anterior galeno, líbrenos el
destino de encontrarnos con él y las patillas de sus gafas por tercera vez,
opinara de manera contraria. Llegó a un equipo que olía a sufrimiento. A
descenso o a complicaciones. A música de viento en casa e indiferencia fuera de
ella. Llegó y lo cambió absolutamente todo, miren por dónde.
Venía su
llegada teñida de incógnita. Incógnita por poder parecer bisoño, incógnita por
no saber qué parte de su fichaje se debía a sus condiciones como técnico y qué
parte a su condición de símbolo capaz de acallar la indignación de la grada. Fue
casi tras su llegada cuando empezamos a ver que las cosas cambiaban. Ya en los
primeros lances, dejaba el equipo impronta de aguerrido y de comprometido.
Probablemente el resultado distara de esa lírica algo cansina que tan de moda
se ha puesto en el balompié patrio, pero era mucho viniendo de donde se venía.
Fueron pasando las jornadas y la parroquia empezaba a reconocer al equipo, algo
olvidado desde hace tiempo. Quedaban claras las filias y las fobias. Los vicios
y las virtudes. Se escalaban posiciones en casa, se soñaba en Europa y sobre
todo, se acabaron los acostumbrados disgustos por incomparecencia y falta de
valores. Para reforzar esas señales que todos veíamos sobre el césped, las
salas de prensa se llenaron con su presencia de sentido común. De declaraciones
de esas que uno quiere oír. De discursos sin sitio para la queja mediocre. Sin
soflamas incendiarias. Con los argumentos del que sabe que el trabajo camina de
su lado como un compañero.
Moría la
primavera y andábamos por la vida con la mirada luminosa. No tanto por una liga
que se quedaba corta ante el peso de una primera vuelta que lastraba la espalda
del equipo, pero sí por una competición europea que nos dejó imágenes para
guardar en esos compartimentos de los que les hablaba antes: Roma, las visitas
de Udinese y Valencia al Calderón, una finta de Adrián, un segundo infinito en
el que Arda levanta la cabeza, una cabalgada de Juanfran y, por supuesto el
idilio de Falcao con el gol. Fueron pasando los días y sucedió lo impensable
unos meses antes, volver de Bucarest con la gloria en el bolsillo. Celebraban
los protagonistas el título sobre la hierba todavía regada con sudor y Cholo se
echaba a un lado. Como los más grandes en la victoria. Sin golpes en el pecho.
Sin aspavientos ni teatrales desmayos para besar el pasto. Un discreto segundo plano
para el artífice de todo. Se echó la afición a la calle con avidez y él fue
probablemente uno de los que más disfrutó. Como uno cualquiera de nosotros, sí.
La conmemoración fue especial porque no solo se ganaba algo. Se recuperaba una
identidad, el orgullo de pertenecer a unos colores. Se espantaba ese fantasma
de que la camiseta pesa en demasía cuando siempre aportó ligereza y un extra a
los que tuvieron el honor de vestirla. Fue Cholo el que hizo entender a los
jugadores el peso exacto de la misma. Fue él y nadie más.
Se vino el
verano con la promesa del partido de ayer, ése del que tan pírrica reseña les
he brindado, y con superiores esperanzas en el banquillo que en el césped. Llegó
la cita y Simeone, siempre tan escrupuloso con las liturgias del fútbol, puso
en liza a once que estuvieron el año pasado. A once que creyeron en él y sobre
todo en sí mismos. Enfrente esperaba el campeón de Europa y uno de los nuestros.
El final ya lo saben ustedes. No podría ser de otra manera aunque sí de una
manera menos brillante. Justo al final, cuando el pitido del árbitro rompió la
noche de Mónaco para dejar paso a una noche muy corta y muy larga a la vez,
uno, que es así de retorcido, busca imágenes que guardar en aquellas
desordenadas cajas que pueblan su cabeza. Encontró dos muy por encima de las
demás. Una es la de un jugador rubio triste por fuera y seguramente muy contento
por dentro saludando tras el partido a una afición que estuvo admirable en el reconocimiento. Otra es la de un entrenador que se vuelve a apartar a un lado
cuando estallan las alegrías. Como los más grandes en la victoria.
Poco más
resta por decir. Queda agradecerle al Cholo todo. Queda agradecer al destino por
tenerle entre nosotros y por devolvernos a un Atleti que pensábamos perdido. Queda
el orgullo y las voces que no se apagan. Queda un Neptuno al que se está
malacostumbrando. Quedan unos niños que a la mañana siguiente se pusieron la rojiblanca
para bajar al parque. Quedan unos padres que mantienen la sonrisa a pesar de la
subida del IVA. Sería deseable que quedaran más cosas, sería deseable que tanta grandeza encontrara complicidad en otros estamentos del club. Queda el legado de un Simeone que se ha ganado un sitio de los mejores en esos compartimentos. Ojalá siga con nosotros mucho más tiempo. Ojalá nos pueda devolver más de lo que ya ha hecho, que es mucho...
Tenemos que prolongar esta racha. Con estos mimbres se hacen los buenos cestos. Vamos a por la décima, o a por las décimas antes de que nos deshagan una vez más. Y vivan los cronistas finos que fuman ducados...
ResponderEliminarMás fino de lo que quisiera...llevo una época pasado al rubio. Eso sí, rubio patrio, que el americano es ya mucha traición...
ResponderEliminarGracias.
ResponderEliminarHele
Gracias a ustedes...
EliminarBastante tienen con soportar semejantes ladrillos...