– ¿Y cómo dice usted que se llama el equipo contra el que jugamos? –inquirió Orestes mientras volvía a pegar el esparadrapo sobre el ahora maldito nombre que coronaba su camiseta adquirida no hace tanto.
– Estrógenos, se llama Estrógenos –contestó Teófilo muy serio pero algo confundido.
– No le haga caso, Don Orestes. Se llama Estronciogote –apuntó su vecino de dos filas más atrás mientras se liaba un cigarrillo de manera muy profesional.
Se presentaba nuestro equipo ante la afición en el primer partido oficial del año. Se mascaba en el ambiente un halo de provisionalidad. De transición hacia no se sabe donde. Muchas caras nuevas, otras que no lo son tanto pero a las que se mira con un cariño renovado y sorprendente. Más caras conocidas de las deseables según algunos. Sentidos y escatológicos recuerdos para algunos que ya no están, sobre los que gusta el respetable de acordarse no tanto de su cara como de sus familiares o incluso de sus muertos directamente. Caras que sobre las que recaían prácticamente todas las miradas. Caraduras, por supuesto. Los de costumbre.
Les hablaba yo de lo de la transición. Transición porque llegaban unos ya morenos tras haber disfrutado de las vacaciones y llegaban otros blancuchos pero esperanzados, con las maletas ya cargadas en el coche para marchar al día siguiente. Si tuviera que apostar, diría que la mayoría de los aficionados atléticos se han cogido las vacaciones en el mes de julio, dada la depresión reinante. Claro que a lo mejor la depresión no es postvacacional, a lo mejor es por las expectativas que genera el equipo. Un equipo en constante estado de transición. Un equipo al que los excesivos proyectos pesan demasiado en la mochila. Tanta alta y tanta baja hace que nadie tenga demasiado claro si ese delantero o ese lateral van o vienen. Si ustedes les preguntaran educadamente, ni los interesados sabrían qué contestar y responderían con otra pregunta, como si fueran de Mondoñedo o de Monforte de Lemos. También hubo otras cosas, no crean. Se sembró la grada de abrazos entre los compañeros de fatigas reencontrados y también de más recuerdos, de recuerdos a los que dejaron su abono por ésta o aquella razón. Se sembró de transiciones de tragos compartidos a una bota introducida de contrabando en la que esperaba un clarete bien fresquito.
Comenzó el partido y el aficionado constató que la condición física del equipo andaba también metida en transiciones, transición entre el trotar y el andar, que para correr ya habrá tiempo y gemelos menos cargados. Los buenos mozos del equipo contrario no exigían demasiado y se entretenía la grada repartiendo recuerdos de esos que les hablé antes en forma de canciones de letra poco trabajada y en forma de pancarta. Muchas pancartas. Algunas, ocurrentes y celebradas con regocijo. Otras, con menos consenso, recibidas con división de opiniones. Muchas sábanas, al fin y al cabo, que alguien echará de menos cuando vaya a mudar la cama de matrimonio.
Dada la exigencia del choque y las exquisitas formas de los nórdicos, que no vinieron a dar ni un mal pisotón ni una patada en espinilla ajena, empezamos a fijarnos en las nuevas caras: en un lateral que ataca mucho mejor que defiende y al que se le coge la espalda con demasiada facilidad; en un mediocentro que intenta echarse el equipo a la espalda en éste, su tercer capítulo aquí, y del que no somos capaces de dilucidar si destaca por su músculo o por su clase; un portero que parece que ha perdido aplomo después de dos años con la espalda pegada al banquillo. Faltaban dos caras nuevas más en los que fijarse…
– ¿Solo dos? ¿Y ese delantero rubio? –dice alguien al fondo de la sala.
No, oiga. Ese delantero rubio no es nuevo. Aunque parezca que ahora lo hemos descubierto tras habernos olvidado de él, ni es nuevo ni creo que él haya olvidado el trato que se le ha dispensado.
Continúo con los dos que quedaban. El que mejor y el que peor lo hicieron. Empezando por las malas noticias, el nuevo central se mostró lento. Bastante lento en ocasiones. En sus cambios de dirección algunos amantes del western vieron semejanzas con el famoso caballo del malo. No nos llevemos las manos a la cabeza todavía, serán cosas de la carga de trabajo, excusa que queda muy bien a estas alturas caniculares de la temporada para calificar lentitudes y controles de balón que se van al foso. Como no podía ser de otra manera en este huerto donde brotan las buenas noticias que es nuestro club, la buena noticia trae otra mala en el bolsillo, junto a las llaves y el móvil. Adrián. Un jugador con movilidad, que se ofrece, que sabe de qué va este juego pero que no tiene gol. Lo busca y a veces lo encuentra, pero no lo lleva en los genes como dicen algunos comentaristas muy finos. Aún así, será un elemento muy aprovechable durante el año.
De Adrián partieron los dos goles que hicieron salir del tedio a la afición. Los goles los materializó Reyes, bonitos y bien acabados. Sin embargo, parece prematuro calificar de sociedad el entendimiento entre ellos. Lo que parecía un final plácido se convirtió en un final preocupante gracias a uno de esos fallos que ahora surgen espontáneamente pero que el trabajo diario los convierte en un automatismo. Un fallo de los que nos quitan varios puntos a lo largo de una temporada, será cuestión de volver a acordarse de la carga de trabajo, que tiene las espaldas muy anchas.
Pocas conclusiones, apenas algunas sensaciones de esas que gustaban tanto a nuestro antiguo entrenador. Ahora bien, sensaciones no muy buenas. Sensaciones de que andamos en un continúo periodo de transición. Sensaciones de que entre tantas idas y venidas faltan mimbres aún. Sobre todo falta alguien que sea capaz de llevar la pelota desde la defensa al ataque en condiciones, tampoco vendría mal algún individuo de gatillo fácil para ayudar al cuero en su transición hacia el gol. Muchas transiciones. Tal vez demasiadas.
Andaba enfrascado en sus cosas Orestes con Teófilo al lado mientras ambos vivían su particular transición hacia la parada de metro cuando formuló el corolario del partido:
– Pues al final estos del Estropicio nos han dejado mal cuerpo.
– Orestes, el mal cuerpo y el estropicio no es cosa de noruegos. Es más cosa de otros, los que se hacen los suecos cuando se ha preguntado por los millones.