En una de
las tramas centrales de la segunda temporada de True Detective, que no es ni la
mitad de inquietante que la primera pero tampoco tan mala como la crítica
denunció, el personaje que interpreta Vince Vaughn, Frank Semyon, trata de
convertirse en algo que no es. Pretende dejar atrás su pasado de matón sin
escrúpulos, de tipo duro y fiable en trabajos de medio pelo. Frank intenta
medrar en la escala social del crimen pasando de sicario a gran hombre de negocios
perdiendo en el intento el sueño, la pasta y hasta la vida, valga el spoiler. No
es difícil empatizar con un personaje ahogado en unas reglas que imponen otros.
Una piraña antiguamente temible que se convierte en bocado apetecible cuando
pretende pescar en un mar donde campan a sus anchas los tiburones. Ser lo que
uno no es. Esa es la cuestión.
El pasado
sábado, esperaba la afición al Atleti que se ha visto en los derbis desde que
Simeone se hizo cargo del equipo: cuchillo entre los dientes, corazón bombeando
adrenalina aceleradamente, ánimo de no hacer prisioneros. Lucía el Calderón una
belleza nostálgica ante uno de sus últimos partidos grandes. Con todo el papel
vendido, arropaba la grada elevando la temperatura de gargantas y sentimientos.
Todo estaba dispuesto para vivir otra noche llena de magia. Fueron necesarios
solamente un puñado de minutos para darse cuenta de que al encuentro le faltaba
algo. El Atleti no había saltado al campo. Sobre el césped había dos conjuntos,
uno de ellos vestía incluso de rojo y blanco y sus integrantes parecían pertenecer
a la plantilla colchonera, pero era otro equipo.
Achinaba el
aficionado atlético los ojos, intentando enfocar mejor para descartar una
posible suplantación de identidad pero no, Koke y Saúl estaban sobre el campo
aunque no parecieran ellos. Se veía también a Savic, pero a un Savic sin la
solvencia acostumbrada. Correteaba sobre el tapete Griezmann sin acercarse al
balón para aportar algo relevante y solamente Torres se asemejaba al Torres de
los últimos partidos, lo que sin duda es una pésima noticia. Ni rastro de las
señas de identidad que han llegado a convertirse en denominación de origen
Ribera del Manzanares. No hubo presión ni intensidad. No apareció siquiera ese
compromiso de luchar cada balón como si fuera la vida en ello. Por el contrario,
era el rival el que mordía, el que buscaba la contra con ánimo de hacer sangre,
el que vencía en cada balón dividido ante la pasividad del Atleti que no era el
Atleti.
Es de
imaginar que mientras todo esto ocurría, los guardianes de la estética
futbolística disfrutarían una barbaridad. Después de tantos años y tantas
líneas escritas denunciando la fealdad del juego de los de Simeone, el
desempeño de este Atleti impostado les debió parecer casi poético. Hace tiempo
que se atisban señales para la preocupación en el feudo rojiblanco, aunque
algunos lo califiquen de jugar mejor. No obstante, al comenzar la segunda mitad
compareció un Atleti que por un instante volvió a ser él mismo. Retornando a
las esencias, el cuadro del Calderón se intuyó de nuevo reconocible. Fueron
solamente quince minutos, tal vez menos, pero llenaron de esperanza y de fútbol
supuestamente feo la noche y los corazones.
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