Cuando uno
se imagina el infierno se imagina algo así, y quien dice el infierno dice la
gloria, claro. Se vistió el Calderón de averno para recibir al pretendido porteador
de la excelencia y el paladín del buen gusto se sintió obligatoriamente
empequeñecido por la grandeza de lo que le había tocado presenciar. Cientos,
miles de demonios a los que las rayas rojas y blancas arrebataron sus almas hace
ya tiempo aguardaban en pie. Gritando. Animando con una voz que salía como una
sola de la masa. Esto es el infierno, o la gloria, según se mire. Se desplegaba
la consigna de uno de los padres del purgatorio, “Ganar, ganar, ganar y luego
ganar…”, y el rival perdía fuelle sin haber siquiera roto a sudar, sin haber
iniciado la primera carrera. Esa única voz, ese rugido telúrico y las danzas
extáticas de los diablos rojiblancos echaban en las piernas de los contrarios toneladas
de plomo. No había comenzado el partido y la tempestad desatada anunciaba
sangre. Anunciaba el caos y prometía el cielo, lo que según se mire, puede ser
lo mismo.
Trasladó el
pitido inicial el infierno de la grada al terreno de juego y entonces fueron
ellos, los once demonios comandados desde la banda por el maestro de
ceremonias, por el Lucifer vestido de negro riguroso, los que tomaron el
testigo de la macabra celebración. Quedaban los rivales asustados,
incapaces de reaccionar ante la avalancha, ante la presión llevada al
paroxismo, ante el acoso y el derribo y ante lo poco que se notaban en los
locales las ausencias, ante los delanteros asturianos que hace bien poco se
daban por muertos y ahora mordían y herían los palos con remates amenazantes,
ante los goles que se marcan por insistencia con el corazón. Poco podía contraponer
el adalid de la estética ante el tsunami racial de los nuestros, si acaso algún
detallito pinturero de Marimar, el único tal vez que, probablemente por
inconsciencia, no parecía querer huir corriendo del coliseo antes de que
salieran más leones con los que debatir sobre cristiandad. Corrían las once
criaturas de las tinieblas que surgían de la grada y parecía que los que
corrían eran cientos de miles. Miles de Gabis con las miradas inyectadas en
sangre, los dientes apretados y los puños crispados haciendo frente a conejitos
de la factoría Disney con camisetas conmemorativas de fundaciones qataríes, mal
negocio.
Tras veinte
minutos de orgía desatada de presión y anticipación, quiso el ángel caído que la
cosa se estabilizara un poco y así lo comunicó a los suyos. Tomaron los diablos
posiciones algo más conservadoras de manera ordenada y dejaron que el rival
creyera en su no existencia, el mejor de los trucos, para hacerle caer en su
propia trampa de dominio estéril. No existía fisura en las filas rojiblancas y
se desató otro infierno, más calmado éste, el de la impotencia contraria.
Tintes de pesadilla cobró cada lance para los artistas del club transmesetario:
barría un Gabi multiplicado los poquísimos balones que ayer no cortó Tiago en
el partido más excelso que uno le recuerda en toda su carrera. No hubo balón
que no sacara con criterio cuando era menester ni tampoco hubo cuero que no
despejara cuando el azar o el destino hacían que sus caminos se cruzaran. Lo
poco que escapaba a los tentáculos de los mediocentros era solucionado por la
defensa conservando el estilo de cada uno: Miranda con su proverbial e infernal
elegancia, Godín con su bestial contundencia y los laterales con esa seriedad
que se convierte en martirio para extremos incluso a pierna cambiada. Delante
campaban el imperial Koke, del que ya hace tiempo que no sabemos qué decir de
la de cosas que hemos dicho sobre él sabiendo que todas quedan cortas, un Raúl
García ayer más sacrificado y Villa y Adrián, la dupla sobre la que alguien de
poca fe pudiera haber sospechado sin conocer los oscuros planes de Simeone.
Coronó
el Guaje un partido mayúsculo en el que solo la poca fortuna le privó de marcar
más de un gol y en cuanto a Adrián, lo mejor que se puede decir sobre su
desempeño es que no se pareció al Adrián abúlico y sin sangre que llevamos
viendo desde hace ya casi demasiado tiempo. Echen ustedes la culpa al ambiente
importado de los dominios de Pedro Botero o a las palabras hipnóticas que El
Cholo le dedicara en la previa del partido, pero la catarsis sufrida por el
siete atlético le hace merecedor del premio Lázaro, por levantarse y no solo
andar sino correr como un condenado. Quiso incluso el espigado belga sumarse a
la fiesta sacando un balón maligno del trance de un mano a mano que silenció
las voces solo por un segundo y entonces, justo entonces, Simeone, ese supremo
burlador, ese que nos tienta dejándonos atisbar metas y gestas que ni tan
siquiera nos atrevíamos a soñar, se agachó para comentar algo con El Mono
Burgos y por el hueco que quedaba entre botón y botón de la negra camisa asomó un
rosario, uno plateado que terminaba con una gran cruz. Entonces lo entendimos
todo. Entendimos porqué estamos aquí, comprendimos que el bueno no es tan bueno
y que de vez en cuando se marca partidos sonrojantes, caímos en la cuenta de
que el malo es el bueno las más de las veces, reparamos que ángeles y demonios se confunden por su apariencia y comprendimos el misterio del
infierno, o de la gloria, que es lo mismo se mire como se mire .
Así es nuestro Atleti. Salido del pecho. Del mismo corazón. Como salido de la camisa de ese guerrero. De ese caballero que da y pide todo a partes iguales. Pura Pasión. Donde el cielo y el infierno se confunden. Donde algunos quieren hacer negocio con el alma ajena, de la que se piensan dueños.
ResponderEliminarAl infierno con trece de los suyos, y millones de corazones latiendo juntos, sangre sudor y hierro, nuestro cholo y nuestro Atleti, cabalgan.
Enhorabuena, Emilio.