Diego se levantó un par de minutos antes de que sonara el despertador. No había dormido bien. Una noche llena de sueños sin demasiado sentido, de esos en los que juntas a los amigos de siempre con los compañeros de trabajo en escenarios igualmente mezclados. Tras la ducha, abrió la maleta para coger una camiseta y un pantalón con el que ir al entrenamiento. De un tiempo a esta parte nunca deshacía la maleta. A lo mejor iba algo arrugado, pero era un precio que estaba dispuesto a pagar en aras de la agilidad. Llevaba ya un par de años con esa costumbre ¿El motivo? Tal vez mañana fuera el día en el que tendría que coger los bártulos. Tal vez pasado mañana se viera obligado a empacar su vida hacia otro destino.
Ya no era el tipo sonriente de hace un tiempo. Nunca había sido la alegría de la huerta, no nos engañemos, pero las sonrisas se vuelven menos amplias cuando alrededor de tu figura flotan informaciones que te acusan de egoísta, de mercenario, de rubia a la que no se le pasa el balón o directamente de maricón. Él era consciente de que su último año no fue bueno deportivamente. También asumía los errores cometidos, como aquella vez en la que se le ocurrió mandar demasiado lejos a algunos que gastaban poca paciencia y menos memoria hacia él. Otro error que se atribuía era el de no haber hecho frente debidamente a aquel enjuto ejecutor de las órdenes de los de arriba que no paró de señalarle impulsado por esa determinación que obtienen los mediocres cuando se les da alas interesadas. En fin, la vida. Con sus pros y sus contras. Con todos los goles que parieron gritos de alegría y brazos al cielo y con gestos feos y alguna carrera de menos.
Con todo, si tuviéramos que poner en una balanza lo bueno y lo malo, lo positivo gana por goleada. Lo malo, aunque más reciente, necesitaría un profundo análisis de esos que se hacen mordiendo la patilla de unas gafas de pasta: no es fácil andar con un cartel de se vende por la vida; no es normal firmar renovaciones con nocturnidad y alevosía, lejos de actos que todos tuvieron y que podrían haber sido amenizados por el presentador de galas a sueldo, ese Gonzalo Miró que se ha erigido en nuestra Anne Igartiburu; no es lógico que nadie esté a tu lado cuando recoges botas y balones de oro de bastantes quilates. Nada es lógico ni normal, en definitiva. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte.
Recorrió el camino hacia la ciudad deportiva reflexionando sobre si sería la última vez que haría ese trayecto. Vaya usted a saber. Nadie ha salido a desmentir eso de que se va. Algo que se ha convertido en costumbre cuando de él se trata. Si fuera cierto, nos quedaremos con las imágenes que nos dejó grabadas en la retina: tal vez nos queden los disparos certeros desde distancias desaconsejadas, a lo mejor unos abdominales imposibles aireados en la noche de Liverpool, seguro que un remate en semifallo que nos devolvió algo grande en tierras alemanas. Si no, deberemos asumir que él es como es. Sabemos que nunca besará escudos con esa facilidad con los que otros lo hacen pero también sabemos que no engañará, que no apuñalará las ilusiones de muchos por la espalda. Sea como sea, gracias.
– ¿Si? –dijo Diego descolgando el teléfono mecánicamente.
– ¿Diego? Soy Daniel. Necesito que te vengas para acá. Vete haciendo las maletas.
– Las tengo hechas, Daniel. Las tengo hechas.